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- Ana Grynbaum – Los objetos: entre la vida, el arte y su discurso
La segunda reunión del ciclo de conversatorios “Los objetos al límite de su desaparición”, organizado por Alba Piotto y por mí, tuvo lugar a través de Google Meet el 4 de noviembre de 2024. En ella generosamente participaron como expositores Débora Santangelo (artista conceptual argentina), Alejandro Cruz (artista visual uruguayo) y Gabriela Onetto (escritora y facilitadora de procesos creativos, especialmente literarios, uruguaya). Este artículo nace de la sensación de intensidad que me dejó la reunión y el deseo de retomar algunas de las varias cuestiones que allí se dispararon. Asumo la incomodidad de escribir acerca de la segunda reunión sin haberlo hecho sobre la primera, e incluso sin que me vaya a obligar respecto de las siguientes. El de los objetos materiales al límite de su desaparición es un tema valija extra large y convocar a una heterogeneidad de expositores abre todavía más el juego. Por mi parte, para lograr cierto nivel de reflexión, necesito un corte y luego un tiempo en el que las ideas se acomoden. En ese tiempo recibí también varias opiniones y comentarios sobre la reunión, que me ayudaron a pensar. Las exposiciones Débora Santangelo tituló su exposición “Objeto Dolor” y la centró en su obra “Doliendo”: un vestido hechos con los blísters vacíos de una cantidad de analgésicos que la propia artista hubo ingerido a lo largo del tiempo. Dicho vestido integra una serie llamada “Las ropas con las que anduve”, mediante la cual Débora expresa dolor y deseo. También propuso algunas claves teóricas de lectura de su obra mediante la cita de los autores Le Breton y Oliveras. Alejandro Cruz habló sobre: “ Objetos cargados . Simbolismo y Decolonialidad en el Arte Contemporáneo”. Partió de un análisis de la obra del Bosco conocida como “Extracción de la piedra de la locura” en tanto artefacto ideológico y recorrió algunas de sus propias obras. Estas consisten en objetos que buscan una reivindicación de lo que Alejandro llama el sujeto “racializado” (es decir: no blanco) dentro de la cultura occidental. Entre ellas se encuentra la reproducción en varias versiones de la conocida escultura de Belloni llamada “El aguatero”, de la cual Alejandro propone un cambio de nombre. Afirma que lo que carga en el tonel (en sus términos:) “la persona esclavizada”, no es agua sino mierda. Por eso lo rebautiza “El camunguero”. Gabriela Onetto expuso acerca de “La potencialidad creativa de los objetos” y mostró la cocina de sus talleres de creatividad y escritura. Algunos de esos talleres recibieron la inspiración del escritor Mario Levrero, con quien Gabriela trabajó. En todas las técnicas de motivación mencionadas los objetos materiales, especialmente aquellos que por su antigüedad arrastrarían cierta historia, tienen un lugar central. Habló también de algunas otras actividades que está coordinando, como promover la escritura de cartas manuscritas para intercambiar por correo tradicional, en una especie de resistencia a los efectos subjetivos de nuestra híper-tecnologizada contemporaneidad. Los nombres Antes que nada, aclaro que, de no especificar, cuando hablo de “arte” no discrimino campos y particularmente incluyo a la literatura. Durante el 2º conversatorio la cuestión de cómo llamar o no llamar a las prácticas, los objetos y las personas, surgió en distintos puntos. ¿”Arte conceptual” o “arte visual”? ¿Es necesario conceder a las etiquetas un valor supremo o antes bien retirarles el poder que ejercen sobre nosotros? ¿Los agentes externos al artista tienen derecho a definir lo que este hace o deja de hacer más allá de lo que expresa el propio artista? ¿Es injuriante de por sí emplear las palabras “negro” o “esclavo”, en lugar de las expresiones “persona racializada” y “persona esclavizada”, que ciertos discursos señalan como las correctas? Yendo al extremo, en esta suerte de post-conversatorio, quiero recordar que el artista es tal durante su agenciamiento con el objeto que produce. Una vez terminada la obra, esta comienza a pertenecer al mundo y el dizque demiurgo retorna a su condición humana. (Claro que lo mismo se puede afirmar de cualquier profesión y de los roles que asumimos: no se es madre fuera del maternar, ni el cura es cura fuera de la investidura religiosa, ni el psicoanalista es psicoanalista durante toda la sesión.) Otras cuestiones más se desprenden: ¿Sigue necesitando el Arte Contemporáneo, al menos en el Río de la Plata, defender su derecho a la existencia mediante discursos legitimadores? El arquetípico mingitorio de Duchamp fue mencionado, no tengo noticia que fuera expuesto junto con un texto explicativo. ¿Hace falta que un artista plástico (como se llamaban hasta hace poco) además de mostrar y hablar de su proceso creativo apele a una explicación ajena al arte? ¿Qué ha pasado con las pasadas pretensiones de independencia de las otra artes respecto de la literatura? Y si el artista decide explicar, ¿perjudica eso a la obra? ¿Cuánto de esta actitud auto-justificatoria se debe a la discapacidad de la crítica actual, que por omisión empuja a los autores a salir al ruedo? El día después La mañana siguiente del conversatorio me levanté con dolor de cabeza. Naturalmente me dirigí a la cajita de los remedios, pero cuando la abrí y tuve en mi mano el blíster de los analgésicos, el vestido “Doliendo” emergió como un fantasma, auto-reconstituyéndose desde el fragmento. Bajo la influencia de Spinoza (vía Deleuze) pienso: Débora convierte su tristeza en dicha, agujereando el padecimiento entra en la esfera activa del arte. ¡Qué gran alquimia! Una transmutación que se puede extender a los espectadores. La metamorfosis La invitación a Alejandro Cruz estuvo particularmente motivada por la impresión que me produjo ver cómo convirtió al “esclavo de Belloni” en bailarina de cajita musical. Antes de cualquier idea, estuvo la impresión. La experiencia de ver esa escultura, que forma parte del paisaje de Montevideo -para mí desde siempre, pues está emplazada cerca de mi barrio natal-, de verla profanada. Ya no la escultura de tamaño natural colocada sobre un pedestal, en una de las arterias más transitadas de la ciudad, sino una cosita disminuida y encerrada dentro de uno de los prototipos más acabados del objeto kitsch. También la cajita de música me transporta, en su belleza espantosa, a mis fascinaciones infantiles. Levantar la tapa de la que mi madre tenía sobre su cómoda y que de mala gana me dejaba a veces tocar. Levantar la tapa y que aparezca un muñequito negro. Me recordó la inútil búsqueda de una muñeca negra que emprendí cuando era niña: no existían. Llamo a la figura original de Belloni “esclavo” porque pienso que esa es la palabra encerrada en el eufemismo de “El aguatero”. Y creo que es precisamente ver al esclavo cruelmente explotado -evidencia que el cambio de contexto resalta- lo que puede conmover y generar conciencia respecto de la atrocidad. No tendría igual efecto el uso de términos más “livianos”. Me opongo a la prohibición revisionista de ciertas palabras. Aun si emprendido con las mejores intenciones, el revisionismo es una práctica que, en el mejor de los casos, se pierde respecto de lo que mágicamente pretende eliminar. Por el contrario, me parece saludable la operación que hace por ejemplo el Queer con las palabras peyorativas, incorporándolas a su vocabulario para así deshacer el sentido original. Soy una mariquita, soy una Drag Queen, soy todo lo que los monstruos de tu fantasía osan crear y a su vez no lo soy, nada de lo que me digas importa. Cosas que generan palabras La meticulosamente organizada exposición de Gabriela Onetto, brindando una descripción tan detallada y tersa que parece transparente, admitiría escasa o nula discusión. Gabriela se remite a explicar algunas de sus formas de trabajo como tallerista. Aun advertida, me llamó la atención hasta qué punto los objetos materiales son empleados en la fábrica de escritura. La nostalgia, como sucede con la estética vintage, juega su papel en ese ensueño del regreso a un mundo ya casi extinto. Nostalgia en la que pueden viajar contenidos diversos, entre ellos la cuestionable -y muy cuestionada- idea de que todo tiempo pasado fue mejor. En cuanto a la duda expresada por Gabriela respecto del título del conversatorio y aquello a lo que convoca: la ambigüedad fue propositivamente elegida. La vida de muchos de nuestros objetos peligra con los nuevos tiempos, lo cual, per se, no me parece malo o bueno, pero sí un tema para pensar. Algunas faltas Ahora pienso que en ningún momento se aludió al rol fundamental del mercado en el arte, ni al funcionamiento de los concursos y premios estatales. Me quedé con ganas de saber qué siente Débora cuando, en sus performances, viste al objeto dolor. Y también cómo se siente después de que se lo quita. También me faltó preguntar de qué manera averiguó Alejandro lo del camunguero. Y cómo es el proceso desde el escaneado 3D hasta el nacimiento de la cosa. En cuanto a Gabriela, me hubiera gustado que hablara algo de su relación con los objetos en tanto escritora. Le habría preguntado acerca del uso que hace de las reliquias en su propia escritura. Intento consolarme al pensar que es preferible sentir el tiempo en falta y no como sobra. Que procurar el diálogo con los contemporáneos comporta riesgos, pero también la posibilidad de continuar intercambiando. *** *** *** **** *** *** Muchas gracias a todos los que están participando de estos conversatorios. Continuamos el lunes 2 de diciembre a las 20 horas del Río de la Plata, honrando la contradicción: por Google Meet es que seguiremos hablando de cómo nos afecta la materialidad de los objetos incluyendo la amenaza de su fin. ¡Todos invitados a seguir conversando! *** *** *** **** *** *** POR AQUÍ PUEDEN VER EL REGISTRO DEL 2º CONVERSATORIO EN YOUTUBE POR AQUÍ PUEDEN VER EL REGISTRO DEL 1º CONVERSATORIO EN YOUTUBE Coda -En el terreno del Arte Contemporáneo, recomiendo fervorosamente la serie ”Self-Portrait as a Coffee Pot” del artista sudafricano William Kentridge: LINK A MUBI -En el terreno de la sátira al Arte Contemporáneo, recomiendo no menos fervorosamente la serie “Bellas Artes”: LINK A IMDb
- Ana Grynbaum - ¿Qué se hace con las cosas? Lo personal es antropológico
El texto de mi exposición en la primera reunión del conversatorio Los objetos al límite de su desaparición. El desmantelamiento de la casa donde estuvo mi primer hogar, tras la muerte de mis padres, me llevó a una confrontación con el objeto material de ribetes épicos. Dicho objeto se presentó como un monstruo de supernumerarias cabezas, pies y colas, que podían independizarse para devenir seres inefables. Me llevó a una de esas experiencias que no terminan cuando todo indicaría que terminaron. Al hacerse uno cargo de las pertenencias de quienes murieron, se comienza por experimentar algo así como la culpa del profanador de tumbas. Solo en el orden social ser el heredero legitima la intromisión . Lo que queda de un difunto es -de alguna manera- un despojo , algo asimilable a una parte de su cuerpo que permanece en la huella. La violencia de meterse con lo ajeno se agrava en el caso de personas que fueron especialmente celosas de sus pertenencias. Peor aun cuando esas personas impusieron al entrometido la prohibición de tocar , de poner sus manos sobre esas mismas cosas con que las circunstancias le obligan más tarde a lidiar. Por otra parte, a ojos vista, mis progenitores obedecían a otro mandato: la prohibición de tirar . Sin entrar en las características de su personalidad, cabe recordar que pertenecieron a un mundo mucho más material y analógico que el nuestro. Los objetos se manipulaban como ahora se digitan las cifras. Las viviendas clasemedieras disponían de suficiente espacio para estibar todo lo que pudiera servir en algún tipo de futuro. La era de lo descartable no llegó a tiempo para evitar que mis padres preservaran, al por mayor, cucharitas de plástico y bandejitas de espumaplast, usadas y lavadas, por nombrar solo dos ítems. Y ello sin la menor conciencia acerca del sufrimiento de las ballenas. Aunque sí con la vivencia fresca de una Europa hambreada y en guerra. En el trasfondo de la prohibición de tirar lo que se encuentra es el imperativo de no desperdiciar los bienes escasos. Lo cierto es que a mí, única hija de hija única, me tocó reducir una gigantesca cantidad de objetos, pertenecientes a dos generaciones: la de mis padres y la de mis abuelos maternos. Y me encontré de pronto ante la titánica tarea de clasificar esas cosas y esos pedazos de cosa -pues los fragmentos de lo que se rompía solían ser guardados para reunirse en algún punto de la eternidad-. *** La cantidad se potenciaba con el desorden y los amontonamientos. En medio del caos, algunos objetos se me presentaron cual apariciones extraordinarias. Así el retrato de mis abuelos en su boda. Por motivos que ya no podré sondear, estaba escondido tras un sillón en la biblioteca, como agazapado a la espera de su rescate. No pude sino colgarlo en la cabecera de mi cama. Contemplo el retrato a diario sin llegar a comprender cómo es que ocupa ese lugar. Mi incertidumbre gira en torno a la paradoja de que, en tanto cliché, muestra a mis abuelos bajo un disfraz que los borra como personas. Son idénticos a todos los novios retratados en la época y a la vez son mis queridos abuelos. Por lo demás, tirar su foto sería matarlos después de muertos, un doble crimen imperdonable. El deseo de misterios me mantuvo en vilo durante buena parte de la expedición . No aparecieron las cartas de amor de un novio argentino de quien separó a mi madre el primer peronismo, pero cayó en mis manos el comienzo de una novela de puño y letra de mi progenitora... Ni rastro de la picadora de carne a manivela, que encarecidamente le pedía y ella me negó, pero encontré su foto recitando en el patio de la escuela, de la que yo me había burlado tanto. No apareció el anillo de oro con las iniciales de mi padre, ni la lata de cine donde escondían la plata chica, ni las herramientas, pero estas desapariciones fueron simple robo. En resumidas cuentas, ningún secreto espectacular se reveló. En cuanto a las fotografías halladas, fueron a parar todas a mi maleta mayor -prosaico sustituto del arcón-, la cual resiste en el cuartito del fondo de mi actual morada. En algún momento, la abrí para -de inmediato- volver a cerrarla. Creo ser yo quien mantiene a las imágenes confinadas, pero tal vez sean ellas las que se atrincheran tras la prohibición de mirar… *** Por encima de la parálisis ante los múltiples mandatos (no mirar, sumado a no tocar y no desperdiciar), se impuso la necesidad de vaciar la casa cuanto antes para poder venderla. Unida en el plan inmobiliario viajaba la intención de vender mi propia casa y comprar un apartamento al cual mudarme con mi familia actual. El apartamento al que finalmente nos mudamos no dispone ni de un locker para la estiba, jibarizar los contenidos del hogar paterno fue una acción ineludible. Unas pocas obras de arte y antigüedades entraron en mi peculio de inmediato. Aparte de ellas, hube de tomar un largo y sinuoso camino para decidir qué salvar y qué perder. Varias visitas transcurrieron conmigo mortificada por la responsabilidad, dando vueltas entre los escombros en busca de un criterio clasificatorio para legitimar el gran sacrificio . Los criterios se empujaban desde lógicas en pugna. Objetos útiles y ornamentales, valiosos y desvalidos, sanos y rotos, vigentes y vencidos -varias botellas de licor no viajaron a ultratumba-. En fin: objetos queridos, odiados e indiferentes. *** Comencé por lo útil, que cuenta con la ventaja del garante externo: servir para algo. Como si tuvieran doble fondo, de los muchos armarios salieron piezas de vajilla que nunca había visto durante los veintidós años en que habité esa casa, ni en las varias décadas que regresé de visita, aunque allí debían estar. Algunas me las quedé, tuve que destinarles un aparador entero. Entre ellas, las copas de vino, de las cuales, al cabo de un par de años de uso, sobrevive la mitad. Varios juegos de vajilla viajaron hacia las cocinas de amigos y conocidos. Fue algo más que extraña la sensación de estar desprendiéndome de lo que, habiendo estado en mi casa, debió haber sido mío cuando no lo fue. Significó poner las manos en algo tan vedado que estaba escondido hasta de mi conocimiento. Transgredir el tabú no dejaría de acarrear consecuencias... *** Lo útil derivó hacia distintas subcategorías. Entre ellas, lo que fue útil para una cultura que ahora está en vías de extinción. La imagen del desmantelamiento me pareció justa para iniciar este relato dándole su tónica. En lo literal, la cantidad de manteles que encontré correspondía a un concepto de gran familia sentándose a la mesa diariamente. La ropa de mesa se empleaba tanto para proteger el lujo de la madera como para cubrir la pobreza de la cármica. Me apropié de varios manteles, aunque uno solo me alcanzaría para los pocos eventos anuales del presente. El centro de mesa de mis abuelos, antiguo plafón modificado, quedó por el solo hecho de haber pasado por sus manos infinidad de veces. Lo utilizaban como bandeja de entrada de cartas y recibos. Nosotros depositamos todo lo que no sabemos dónde poner: pilas, pipetas pulguicidas, lentes viejos. *** Pero ¿cuál es el nervio de este discurrir? ¿Añoro la mesa con mantel? No, no se trata de eso. Hay una poética de las cosas materiales, que emana de cada objeto cuando se lo aísla de su función para interrogarlo sobre el trato que tuvo con ciertas personas. Ellos adquieren especial protagonismo cuando sus dialogantes están, en lo material, ausentes para siempre. Esas cosas son lo que innegablemente queda de ellos. Tal vez la casa de mis padres aspirase a ser el museo de la vida cotidiana de sus habitantes, pero a diferencia de “La casa de la vida” de Mario Praz -hijo de banquero- nuestro remedo de aristocracia entraba en el kitsch con las cuatro patas. Con las cuatro patas mis padres se revolcaban en el chiquero de su imitación del buen gusto y ahí tuve que empantanarme yo también. Respecto de la tonelada de ornamento, en la bizantina discusión ente lo bello y lo feo, tuve la ocasión de experimentar en carne propia la seducción del mal gusto. Así fue como no pude despedirme de unos jarroncitos de cerámica dorados, con escenas galantes, que terminaron en la biblioteca más visible de mi actual domicilio. De ninguna manera creo haber sido capaz de convertir el kitsch en camp. Directamente me dejé tentar por la hermosura de lo feo. *** En cuanto a ropa y zapatos, todo fuera. Solo guardé alguna chalina. Siempre me fascinó un chal blanco, tejido a crochet por mi madre, que no hallo la ocasión de vestir -es como para una dama antigua-. Vender no era una opción. Todo lo que no me quedé y tampoco tiré, fue regalado. Si hubiera cambiado aquellas cosas por dinero las habría convertido en meros objetos de consumo. Profanar la gran tumba ya era suficiente sacrilegio, no podía permitirme además el lucro. Una cosa era vender la casa y otra, los objetos que la habitaban y, en teoría, se podían salvar… *** Dado que el tiempo transcurría y yo seguía empantanada, finalmente apelé al juicio sumario. Si me hubiera tomado en serio el destino de cada una de aquellas cosas, seguiría hundida bajo su peso hasta el día de hoy. Tuve que traicionarlas. El quantum de lo heredado que devino basura podría convertirme en objeto de su venganza… *** *** *** LINK AL REGISTRO DEL CONVERSATORIO EN YOUTUBE
- HOY A LAS 21 HS. LISSARDI EN TV CIUDAD
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