Del Deseo puede decirse, como se dice del Espíritu Santo en las Escrituras, que “el viento sopla donde quiere”. Esto significa lisa y llanamente que, independientemente del gusto, la voluntad o la conciencia de los actores, cualquiera puede desear a cualquiera, y viceversa, cualquiera puede ser objeto del Deseo de cualquiera. ¿Qué la meteorología ha demostrado que el viento no sopla donde quiere sino donde puede? No importa, es sólo una metáfora que significa que, pobres humanos, estamos en manos de fuerzas –sea el Espíritu Santo, el viento, o el Deseo- cuyos designios, en el caso de que los tengan, los desconocemos.
Egon Schiele, Haciendo el amor
Lo cual no significa que no podamos especular al respecto. Remar y remar una y otra vez llenos de ilusión para llegar una y otra vez a la misma orilla no es poca cosa. Significa que no ha menguado nuestra voluntad de saber y que no hemos retrocedido ni un solo paso respecto del enclave desde el cual partimos a la aventura.
Quede dicho: al deseo en tanto fuerza que nos lanza hacia alguien que nos parece portador de no sabríamos decir qué cosa, en la consecución de la cual nos va la vida y que no podríamos conseguir sino sabiéndonos dueños de ese alguien en cuerpo y alma, a ese deseo es necesario escribirlo con mayúscula (Deseo) para distinguirlo de cualquier otro deseo en cuanto no haya más específico término para nombrarlo. El enriquecimiento del lenguaje se produce, en primera instancia, encontrando palabras que satisfagan la necesidad de establecer diferencias entre las cosas.
¿Cómo obtener ese algo imprescindible que no sabemos qué es pero que nos impele irresistiblemente hacia esa persona y hacia ninguna otra? Imposible sin alguna forma de interacción profunda con esa persona. Si en lugar de imantarnos una persona nos imantaran unos metros cuadrados de terreno baldío, sabríamos qué hacer: cavaríamos hoyos, analizaríamos la composición del suelo, sembraríamos diversidad de semillas para ver si lo que crezca nos revela el misterio. Pero con una persona ¿qué se hace?
En principio quedamos estupefactos, fascinados, sometidos a la misteriosa irradiación de su presencia, y comprendemos que la de esa persona –al margen de todos los códigos, cánones y estereotipos- es la belleza verdadera. La tal irradiación nos inmoviliza, nos hace sentir débiles e impotentes. Pero reaccionamos, es esencial reaccionar, estar a la altura del desafío, descifrarla, poseer su núcleo irradiador, mitigarlo para acceder a ese algo imprescindible que sólo esa persona lleva consigo y sin lo cual nada tiene sentido.
¿Qué hacer ante esa persona que durante años nos era indiferente y que de pronto lo es todo? ¿O, si se prefiere, ante esa persona que vemos por primera vez al cruzar la calle o al subir al ascensor y que de pronto, sin más, lo es todo? Podemos indagarla exhaustivamente, fotografiarla, pintarla, entrevistarla, interrogarla, seguirla, interceptar sus teléfonos, poner cámaras secretas en sus espacios, analizar lo que come y lo que caga, cablear su cerebro para saber de sus sueños, torturarla, drogarla, tocarla, manosearla hasta la náusea, cogerla, matarla, descuartizarla. Pero bueno, en fin… hay límites. La ley, las buenas costumbres limitan mucho nuestras opciones.
De hecho no nos queda como opción respetable más que seducirla, y, a poco que el diálogo posible se atasque, cogerla, en la convicción de que en río revuelto ganancia de pescadores, o sea que, en el descontrol del orgasmo se hará visible, perceptible, alguna pista que nos conduzca a su secreto. Y el camino del orgasmo, como se sabe, es la seducción. Utilizando la fuerza no se consigue, garantizado, más que el orgasmo que en este caso no viene al caso: el propio.
¿Qué es seducir? Seducir es contagiar al otro con nuestro Deseo. ¿Es esto posible? Por cierto que no. El Deseo es intransferible. La convicción que lo dispara es intransferible. ¿Entonces? Seducir es fascinar al otro con la potencia, la certeza, la evidencia de nuestro Deseo. Lo que seduce es saberse único objeto de un Deseo verdadero –y no objeto de elección de unas necesidades fisiológicas, morbosas o sentimentales. Ser seducido es abrirse, entregarse al Deseo del otro. Sólo en esa medida ser seducido es contagiarse con el Deseo del otro. Abrirse para dejar que el otro se apropie de uno, se apropie y haga con uno lo que le dicte el Deseo.
Y lo que el Deseo dicta es hurgar en busca de ese algo imprescindible que nos imanta. Pelar cuerpo y alma hasta que el fantasma comparezca. ¿Lo hará? ¿Comparecerá? Si. O no. ¿Por qué si, o por qué no? ¿Y cómo? No es verdad que el Deseo sea, por definición, irrealizable, inalcanzable. Pero es verdad que los modos en que se realiza no sólo son imprevisibles sino que son, además, inexplicables, inescrutables. El que realiza su Deseo puede no llegar a saber que lo hizo, o cómo. Es la diferencia más profunda entre Deseo y deseo.
Y se trata de un evento sin testigos. Nadie hay allí que pueda explicarle al deseante o al deseado qué fue lo que pasó, ni cómo. Hay simplemente un momento a partir del cual el Deseo ya no está allí. Cesó. Ya no está allí ese algo imprescindible, sin que lleguemos a saber qué era. Lo hemos devorado en el acto mismo de devorar al otro. El arte es una de las vías para alcanzar ese instante en el que muerto el perro se acabó la rabia. Es para pocos. Los dotados. La contemplación en estado puro, totalmente absorta, santa, sin interferencia ni polución alguna, hasta disolver toda apariencia, es otra vía. También es para pocos.
Y también está la sexualidad exaltada, hasta la embriaguez, hasta la locura, hasta el encarnizamiento, hasta no ser más que dos bestias feroces decididas a devorarse mutuamente. También así se llega, cogiendo hasta frotarse contra el puro hueso, contra la nada del Deseo. Cuando se experimenta la imantación es difícil comprender que el o la que nos imanta no es sino un médium, una apariencia, un camuflaje desde detrás del cual algo que se pretende imprescindible y sin lo cual no sabríamos completarnos, nos convoca y nos rehúye, nos provoca ansioso de arder en la hoguera de nuestra ansiedad.
El Deseo muere, o se apaga, o se extingue sólo cuando se realiza, cuando finalmente, consciente o inconscientemente, hemos estado cara a cara con aquel provocador secreto que acabó con la paz de nuestras rutinas y nos lanzó vergonzosamente a acosar a un -o una- pobre médium. El Deseo no se extingue si no se realiza. La ansiedad puede superarnos, darnos temor, y entonces huimos, miramos a otro lado, nos apartamos del imán hasta olvidarlo. O puede hartarnos la estrechez del desfiladero, lo fino que hay que hilar para alcanzar lo que ya no nos parecerá sino una miserable epifanía, y entonces rechazamos airados toda la situación y la calificamos indigna de nuestro angustia. Existe también torturar la carne, vulnerarla, rajarla, quemarla hasta alcanzar el juramento -imposible de cumplir- de ya no provocar nuestro Deseo.
Friéndonos en el aceite hirviente del Deseo, tragando a paladas la angustiada desazón de no saber cómo aplacarlo, estamos seguros de que es mejor, mucho mejor, no desear. ¿Es posible no desear? ¿O está en la naturaleza humana el padecer la imantación deseante, cosa que no sirve para nada más que para consumirse en ella? ¿Para qué está? ¿Para que la confundamos con el Amor o con las ganas de coger? ¿Es otra trampa, más refinada esta, para que cumplamos, así sea por accidente, con nuestro deber de reproducirnos? Lo que es cierto es que está en nuestras capacidades la de rechazarla, apartarla de una vez y para siempre de nuestros efímeros días. ¿Se gana algo deseando? ¿Entretenerse nomás? ¿Cuál sería el premio de desear, de hurgar en el otro hasta hacer saltar como a una chinche a ese algo del que ni siquiera sabremos que lo hemos alcanzado con nuestra Varita de Tocar y convertir en Nada?
Egon Schiele, Amantes
¿Hace este escrito honor a lo que lo ha suscitado, a eso que me domina cada vez que me acerco a ella, fingiendo mera amistad, decente y distante, que es lo que nuestros roles de padres y vecinos nos permiten? ¿Qué de esta dulce deriva que me invita a acercarme para oler su cabello siempre recién teñido, impecablemente recogido en moño? ¿Qué de este imaginario lamer las arrugas de su rostro, con toda la lengua, como un gran perro San Bernardo? ¿Qué hacer con esta su mirada interrogadora y risueña, segura de sí con que me honra ¡ay! demasiado a menudo? ¿Y con esta casi irresistible necesidad de rodear su cuerpo delgado y enérgico como mis brazos de oso, para abrazarla como quien abraza la Gloria o el sentido de la vida? ¿Y con esta locura, que sólo puede surgir cuando embotado ya ni pienso claramente, de apoyar la palma de mi mano sobre el promontorio que bajo la tela de sus jeans invita a la ceremonia de los dedos?