Voy a narrar una noche tipo con Sonia. Por supuesto que todas las noches de sexo, aun con la misma persona, son diferentes, pero también es cierto que hay una dimensión de ritual en el festín sexual y que esa dimensión, mucho antes de devenir rutina, implica un cierto regodeo en la repetición.
Llego sobre las diez de la noche y, un poco para evitar maledicencia, y otro poco para eludir a los chorros, dejo el Mercedes en una estación de servicio a un par de cuadras. Es un 230 SL de 1965, el popular Pagoda, que heredé de mi abuelo Jaime a condición de tenerlo siempre en hoja, mandato que cumplo religiosamente. De hecho, con el Pagoda me identifico como escritor: lo manejo con sombrero de fieltro, pipa en la boca y pañuelo de seda al cuello, en homenaje a mi abuelo, que a los once añitos, antes de que el mundo me pervirtiera, me convenció de que lo mío era la literatura. No es un auto que pueda abandonar en una esquina oscura de Montevideo hasta tarde en la noche. La Suiza de América reboza de delincuentes. De este país se va todo el mundo, menos los chorros.
Dejamos en el apartamento las delicias que aporto al rendez-vous –unas masitas, una botella– y, volvemos a salir a la calle. El viento frío de la noche otoñal ya barrió de las calles a los últimos rezagados. Por lo demás este es un barrio de laburantes, de madrugadores. Las calles desiertas y mal iluminadas están prontas para nuestro peculiar momento erótico.
Sonia se detiene siempre en la misma esquina oscura, la del almacén del durgo, cuya cortina de metal a esta hora ya está baja. Esta es su escenografía predilecta para el erotismo a la intemperie. A partir de las telenovelas turcas y de interactuar con el turco del barrio, quién sabe en qué proporciones, Sonia ha elaborado la deformación fonética vagamente provocativa que ya he consignado. De lo que no me cabe duda es de la carga libidinal implicada. Me atrevo a sospechar que el durgo –al que no conozco pero imagino cuadradón y con un gran bigote– y la Durguía de Sonia son una especie de mantra erótico. Y que cada vez que, como al azar los invoca, me está recordando la peculiaridad de su deseo y las circunstancias en que me permite aplacárselo –en la esquina del almacén del durgo. A saber cómo se resuelve semejante ecuación. Demasiadas incógnitas.
Mira en derredor, nadie a la vista. Se vuelve hacia mí, me mira con un brillito de urgencia en los ojos. La luz del farol de la esquina, tamizada por el follaje de un plátano agitado por el viento, apenas nos ilumina. Sacude un poco la cabeza para que los rulos me dejen ver sus ojos. Su mirada es, inesperadamente, de entrega y súplica. Frunce un poco la trompa, ofreciéndomela. Los labios le tiemblan un poco por la expectativa. Sé que tiene ya la concha mojada. Lo sé porque alguna vez, al principio, cuando sus mudas exigencias me desconcertaban, a destiempo, descontrolado por su mirada perruna, rápido como un punga he deslizado la mano por la cintura de su pantalón y la he tocado.
También sé qué es lo que piensa en ese momento en que me ofrece la trompa y la mirada. Lo sé porque ella misma ha terminado por decírmelo. Se siente orgullosa de mí, de nosotros, de que yo haya sido capaz de adivinar su secreto, o de que ella haya sido capaz de revelármelo, que es más o menos lo mismo en este acuerdo sin palabras. Levanto una mano y le tomo la trompa entre el pulgar y el índice. Se le despegan los labios y respira fuerte. Tiembla visiblemente, de pura ansiedad. Vuelve a mirarme a los ojos como pidiéndome una explicación por la espera innecesaria a la que la someto. Entonces la suelto y le doy una cachetada rápida, cortita, caliente, de experto, bien cerca de la boca. Y muy fuerte, que por eso no ha de haber reclamos.
Cierra los ojos, saboreando la onda que le recorre el cuerpo. Acerco mis labios a los suyos para respirar el olor a cigarrillos de su boca. Me embriaga, me excita. Le suelto otra cachetada. Quizá más fuerte. Bien sobre la trompa, dándole un poco vuelta la cara. Todo está en no reventarle un labio.
Vuelve a mirarme y ahora hay algo distante en su mirada. Me ofrece otra vez la trompa. Sé que ya está colocada, ida, chapoteando en su goce. Se babea. Ahora es de darle y darle. Y apenas me contengo para tomarla del brazo y sacarnos un poco de la mancha de luz. Entonces le doy con las dos manos. Derecha, izquierda. Cachetadas cortas, reprimidas, calculadas. Sin mucho recorrido, sin alharaca, no sea que algún caballero andante nocturno malinterprete nuestros entusiasmos. Tiembla, la cara colorada, jadeando, pero no afloja. Si por ella fuera sería más y más, hasta acabar a cachetazos. Gime entonces y ondula, apretando los muslos. Es como una advertencia. Se deja ir.
–Tilio… –musita–. Tilio… –patética hasta la auto-parodia, como la Sarli, como pidiéndome un último puntazo que acabe con ella. (Por si no lo dije aun: mi nombre es Atilio. Mi abuelo, que padeció a fondo la pasión futbolera lo impuso para mí).
Le apoyo entonces la espalda contra la pared. Me deja hacer, boquiabierta, groggy, como un peleador que ya bajó la guardia y acepta todo el castigo. Deslizo la mano por debajo de la cintura del jeans y por debajo de la mínima tanguita –la roja o la negra o la verde cotorra, que son las tres que le conozco– le agarro la concha, carnosa y empapada. Dos dedos, en gancho, deslizo por el pantano cuerpo adentro. Ya no le importa nada. Se afloja, perniabierta. Se cuelga de mi cuello para no caer cuando empiezo a darle como sé que le gusta. Tiembla como en hipotermia por la calentura. Le hundo en el culo un tercer dedo y le aporreo el vértice con el pulgar. Suelta un gemido gangoso, como de tarada. Temo que se descontrole del todo y se ponga a aullarle a las estrellas. Le cierro la boca con la mía. Por encima del pantalón sus dedos duros como garfios se prenden de mi verga, que desde hace rato está como para partir nueces.
Devorar sus labios gruesos y babosos me pone a mil. Furioso le pellizco el clítoris, le meto dos dedos en el culo, tres en la concha, como para desgarrársela. Froto la verga contra su vientre como para abrirle una zanja. Hasta que revienta. Se saca de dentro la bola de fuego. Acaba en mi boca no con un aullido de loba en celo sino con un cantito de nena indefensa que se va debilitando a medida que un orgasmo que se apaga se desliza dentro del otro, que apenas despunta, revienta y se acaba. Le sigo dando aun cuando siento que la concha ya se le seca, que mis dedos aporrean sus nervios a flor de piel, produciéndole descargas que la estremecen entera y la hacen saltar, ridícula como una marioneta.
Cuelga de mí, domado el fuego voraz, convaleciente de orgasmo catastrófico. De su bolsillo saco un cigarrillo y se lo cuelgo de los labios. Lo enciendo. Se llena los pulmones. Despierta.
–Qué frío –dice, como incapaz de callarse o de decir algo a la altura de las circunstancias.
Pero de inmediato, con la segunda pitada, se redime. Bruscamente relajada y energética dice, demostrando que está más loca que una cabra:
–Vámonos para casa que me muero de frío. Qué maniático que sos –concediéndome gratuitamente el mérito de haber inventado aquella patética erótica de arrabal.
Lunático portazo con el que se evita olímpicamente hacerse cargo de la situación. Y del asunto no se habla más. Sólo una vez, después de coger, en su cama, en su cama, casi sin hacer pie, deslizándonos hacia el final de nuestra noche, asumió en algo los hechos.
–¿Qué te gusta más –le había yo preguntado nomás por morbo, por hacerla hablar– las cachetadas o la paja que te hago?
Habla con apenas un hilito de voz como si estuviera a punto de dormirse, o hablando drogada.
–Me gusta que me casques.
Y se queda callada. Después me toma la mano y la pone sobre su pubis.
–Tocame, vas a ver cómo me pongo de solo pensarlo.
Tenía razón, estaba hecha una sopa.
–¿Por qué te gusta?
–Porque es lo que merezco. Que me zurres, por puta.
–En una esquina oscura…
–En una esquina oscura.
–¿Y la paja?
–También es lo que merezco. No que me cojas si no querés. Nomás una paja… ¿No entendés?
–termina preguntándome, como a un párvulo que no entiende la regla del tres.
Calla, jadea un poco, el mínimo contacto de mis dedos con el vértice inflamado está pudiendo con ella.
–En realidad, lo que yo quisiera después que me cascás, es arrodillarme y chuparte la pija. Pero no puedo, me da terror hacerlo en la calle, es demasiado…
–La próxima lo vas a hacer… –le prometo–. Cuando estés a punto voy a sacar la pija para que me la chupes…
Mis palabras estallan como un rayo en la nube densa de su imaginación, la crisis la gana, el dique se rompe, el placer la inunda, ya no regresa, hundida en la modorra. Tengo la pija dura y cabeceando. No puedo vestirme e irme así. Le pongo la mano encima, entiende, me masturba despacito. Cuando estoy por acabar me pregunta entre sueños qué estoy haciendo.
–Está todo bien –le digo–. Seguí un poquito más…
No responde, quizá ni me ha oído, groggy como está. Pero cuando le digo “Ahora”, lenta como una serpiente sonámbula, con la boca abierta avanza sobre mi vientre justo a tiempo para que le suelte el chorro entre las fauces. Con dos dedos masajea despacito el tallo para mamar la última gota.
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Apartado 15 de Las dos o ninguna, Ercole Lissardi, los libros del inquisidor, Buenos Aires, 2021, novela. (Distribuye La Periférica)
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