En El sonido de la montaña (1954), cuyo título ha sido también traducido como La voz o El rumor de la montaña, Shingo, burócrata aún activo al comienzo de su tercera edad, vive su vida aparentemente en dos dimensiones: por un lado, la caótica e insatisfactoria de su interna familiar, en la que sus hijos (Suichi y Fusako) transitan fallidos matrimonios, y en la que su relación con su esposa Yasuko es tan correcta como insípida y carente de profundidad, y, por otro lado, la dimensión de paz y relajamiento que le aporta la observación de las bellezas de la naturaleza, desde los paisajes en la ventanilla del tren al ciclo de las estaciones en las plantas de su jardín. Pero existe una tercera dimensión, secreta, en la vida de Shingo, en la que alimenta el recuerdo del gran amor de su vida, la bella hermana de Yasuko, muerta en su juventud, y a quien Shingo conoció ya casada.
La trama profunda de la novela comienza cuando Suichi y su joven esposa Kikuko se instalan en la casa de los padres de Suichi. A partir de entonces, los recuerdos de aquel amor frustrado de Shingo se ven atravesados por destellos, como haces de luz. Al principio Shingo no ve nada especialmente malsano en que su joven nuera perturbe sus recuerdos. Pese a que está marcado por una extrema discreción, el sutil acercamiento entre Shingo y Kikuko no pasa desapercibido para los demás integrantes de la familia: la atracción mutua es para ellos inexpresable y permanecerá inexpresada aun cuando conoce momentos particularmente intensos.
La sensibilidad erótica de Shingo se vuelve más intensa, comienza a tener sueños eróticos, y se complace en tomar nota de los atractivos de las muchachas con que se cruza, sean geishas, prostitutas o secretarias.
LA MÁSCARA
Shingo recibe en depósito unas máscaras de Teatro Noh. Una de ellas, la máscara jido, representa la eterna juventud. El cabello y los labios de la máscara lo impresionan tanto que tiene que reprimir un grito de asombro. Shingo le muestra la máscara a Kikuko explicándole que representa al hada de la eterna juventud. Kikuko se coloca la máscara y Shingo experimenta otra vez la fascinación: siente el deseo de besar los labios de la máscara, poseído por un chispazo como de amor celestial. Entonces Shingo ve que por debajo de la máscara lágrimas bajan hasta recorrer el cuello de Kikuko. Le pregunta si llora porque está pensando en abandonar a Suichi. El rostro jido le responde que aunque se separara de Suichi quisiera permanecer con ellos, o sea en casa de Shingo y Yasuko. Es el momento más intenso, siempre sin contacto físico alguno, que vivirán Shingo y su nuera: él podrá amarla ya no como su nuera sino como al hada de la eterna juventud, y ella podrá amarlo ya no como suegro sino como Padre, que es como lo ha llamado todo a lo largo del texto. Está claro, sin que Kawabata necesite explicitarlo, que estamos ante el último avatar de una mutación que comienza cuando el recuerdo de la amada muerta contagia con la luz de la pasión a Kikuko, la cual a su vez se transforma en el único objeto de deseo posible ya para Shingo: la quimera de la eterna juventud.
En resumidas cuentas: las dimensiones de vida familiar (caos) y de contemplación de la Naturaleza (estabilidad) proveen el marco antitético de que se alimenta la peripecia deseante de Shingo al llegar a las puertas de la vejez. El deseo de Shingo va del recuerdo de su amada muerta a su deliciosa nuera y ancla finalmente en el universo sobrehumano de los arquetipos de la juventud y la belleza.