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Ercole Lissardi - Escritor viejo loco (relato)

Había sido joven largo tiempo, a lo mejor demasiado, de repente sentí que debía empezar la vejez, sí, la vejez, tal vez con la esperanza de prolongarla empezándola antes.

Italo Calvino


Estoy empezando a envejecer. Vivo solo desde hace mucho. Duermo poco de noche, pero paso el día dormitando de a ratos. Por la noche me despierto cada dos horas para mear. Cada vez que me despierto dejo inconcluso, en ruinas, un elaborado relato onírico. Si me tomo un relajante muscular puedo dormir hasta nueve horas sin despertarme para ir al baño. Me pregunto: ¿despierto para ir al baño o voy al baño porque despierto? Comoquiera que sea, durante el día, dormito. Mi sillón de leer ha devenido sillón de dormitar. Apenas me siento, casi sin advertirlo, como si me desmayara, dormito. Si duermo sentado después la cabeza me pesa. En la cama o en el sillón, apenas cierro los ojos arranca un peliculón onírico. A veces hay una transición al sueño, recordando o imaginando cosas, o recordando imaginaciones, o imaginando recuerdos. A veces el tema de esa previa se continúa en modo sueño. Camino poco, porque apenas empiezo a caminar me duelen los tobillos. Cocino poco, un par de veces por semana. Nadie sensato se copa cocinando para sí. El resto es sándwiches, empanadas o pizza. Cuando me cocino es cocina elemental. Más o menos recargada pero siempre elemental. ¿Mujeres? Siempre quedan los recuerdos, que no son pocos. Y cuando se los excava siempre aparecen joyitas inesperadas. A veces auténticas, a veces inventadas. Los matices implícitos pero nunca advertidos de aquello que recuerdo son mis hallazgos favoritos. Se vive demasiado rápido, nunca se está al cien por ciento en lo que se está viviendo. Por eso es en los recuerdos, bien excavados, que lo vivido revela todas sus facetas. ¿Qué espero de la vida? Nada, una procesión de achaques, hasta topar con pared. Con la pared del cementerio, se entiende. Es importante no ilusionarse con las cosas de la vida. Nadie quiere nada con un viejo loco y pobre.


Eso por un lado. Por el otro, mis otras vidas: la escritura, el recuerdo, los sueños, el delirio. Escribir escribo cualquier cosa; es decir: cualquier cosa puede servirme de disparador para escribir. En cualquier cosa pueden percibirse las trazas de la experiencia humana. A menos que ande muy distraído las percibo, se comunican conmigo, me cuentan cuentos. Mis condiciones para acceder al acto de escritura son estas: a) poder abismar a mis personajes en su sexualidad, b) no saber cómo sigue la historia, a dónde va, ni cómo termina. Es la verdad, simple y cruda: sin la perspectiva del sexo, o sabiendo cómo sigue la historia, me acomete el embole y se me cae la lapicera de la mano. De manera que, de mi escritura nada puede esperarse, y en particular ninguna adicción a la verdad debe esperarse, si no es a partir de un sometimiento estricto a mis condiciones de escritura. En otras palabras: todo sucede como si no fuera posible para mí verdad alguna que no pase por la doble aduana de la imprevisibilidad y del sexo. El que abra un libro mío sabe a qué debe atenerse. El que avisa no traiciona. Pero a partir de estas tremebundas restricciones, cuánta riquezas… ¿no?


Mis recuerdos emergen también de un desfiladero por demás estrecho. Tengo para mí que hay dos tipos de recuerdos: los espontáneos y los instrumentales. Estos últimos son los que producimos deliberadamente para responder a las exigencias de una circunstancia (¿dónde puse las llaves?). Los interesantes son, por supuesto, los espontáneos. De estos tengo para mí que siempre surgen de un disparador concreto, aunque a veces no podamos identificarlo. Un olor, el tacto de una tela, una voz, un grito, una música, el pelo de alguien, una manera de caminar, un lugar revisitado. En lo que me concierne, mis recuerdos espontáneos, los que me invaden de repente, sin saber por qué, son siempre recuerdos placenteros, o bien me permiten revivir una circunstancia que me enriquece y que había olvidado. No recuerdo espontáneamente cosas que me producen dolor o que me hacen sentir avergonzado. La máquina espontánea de recordar se comporta como si tuviera un filtro que solo deja pasar a mi conciencia cosas positivas, cerrando el paso a las que pudieran tener para mí un efecto negativo. Mi máquina espontánea de recordar me protege. Prefiero utilizar la palabra reminiscencia –bella si las hay- para los recuerdos espontáneos y recuerdo para los que son producto del acto deliberado de recordar. Precisamente por su condición de espontaneidad, de imprevisión, de imprecisión a veces, de vaguedad diría, las reminiscencias invitan a una actividad a medio camino entre lo deliberado y lo puramente intuitivo, actividad a la que llamé “excavar” en el párrafo anterior. Buceando a pura intuición en una reminiscencia es posible descubrir en ella aspectos que nos parecen particularmente reveladores y que nos permiten revaluar momentos y circunstancias de nuestro pasado. Las reminiscencias son el tesoro –inagotable, creo que puede decirse- de la vejez.


Mis sueños son extensos y complejos. Sospecho que de no mediar interrupciones puedo soñar un mismo sueño durante toda la noche. No son sueños fantasiosos ni poblados de símbolos oscuros. Son relatos de situaciones básicamente verosímiles, pero desarrolladas de modo tal que pueden resultar extremadamente angustiantes o placenteras, aunque tampoco escasean en mi repertorio los relatos oníricos sin intensidad alguna, sin intención de alejarse de la mera trivialidad. En todos los casos –hasta donde recuerdo- no se trata de inventar personajes. Los personajes de mis sueños son la gente que conozco más o menos íntimamente, sólo que desplazada, cumpliendo con roles que no son los de la vida real. Los sueños angustiantes son aquellos en que me encuentro en situaciones conflictivas que no consigo solucionar. A menudo estoy perdido en una ciudad o en un enorme edificio que desconozco. Por más que me esfuerzo no consigo salir de ahí. Mis sueños placenteros no son necesariamente eróticos. A veces se trata del contacto con la naturaleza, a veces simplemente reviven momentos con una intensidad de deleite que no supe disfrutar en la realidad. En mis sueños eróticos la intensidad de la vivencia es directamente proporcional a lo imprevisible del emparejamiento. ¿Pretenden decir algo los sueños? Probablemente, pero en general se trata de trivialidades, de cosas que ya sabemos en estado de vigilia, para insistir con las cuales no haría falta tal esfuerzo de producción. Lo que más me interesa de los sueños –de mis sueños quizá debiera decir- es su carácter de relatos. En tanto tales son absorbentes y se los vive tanto o más intensamente que la vida real. Más o menos conscientemente he intentado –muchos escritores han intentado- trasladar elementos de su mecánica a mi escritura con la intención de alcanzar vértigos similares.


En cuanto a delirar, esto es algo definitivamente nuevo para mí. Aquí se aplica el dicho “donde hubo incendio brasas quedan”. Porque yo, de la piel para adentro, siempre viví en llamas. El delirio es otra faceta de la imaginación, tan involuntaria como la que opera en la escritura. La diferencia es esta: la imaginación como parte de la mecánica creativa es algo cuyos productos uno reconoce como imaginarios. Puede que uno se sugestione mucho con lo que escribe, pero se trata de una perturbación fugaz. Ejemplo: si uno está escribiendo acerca de un meteorito que va a chocar con la Tierra es probable que, al salir a la calle luego de un rato de escritura, uno mire instintivamente al cielo. Es sólo un instante de perturbación del que se sale de inmediato con una sonrisa. Por el contrario, la imaginación como combustible de una mente delirante, crea situaciones que tienden a persistir, por ejemplo proclamándose parte de la realidad, o como recuerdos de realidades. Este es mi caso, aunque por ahora mi delirio es estrictamente monotemático, y defiende su legitimidad asegurándome, cada vez que reaparece, que se trata de un auténtico recuerdo. Nunca me lo creo, por cierto, y le niego tal calidad con argumentos contundentes, pero no puedo negar que siempre me hace gracia, y hasta me conmueve su persistencia, ya que se trata, sin lugar a dudas, de un delirio consolador. Confieso que más de una vez me tentó extenderle el pasaporte a la realidad, levantar ese delirio, esos falsos recuerdos, contra viento y marea, como mi verdadera realidad. ¿De qué se trata? Lo que me viene a la mente cada tanto, con toda la apariencia y la consistencia de un recuerdo, es mi (inexistente) vida como cineasta. En efecto, mi delirio consiste en recordarme como alguien que ha realizado un buen número de largometrajes de ficción. La calidad del recuerdo es tan consistente que por momentos me lo creo, a pies juntillas. Tal supuesto pasado no entra en conflicto, simplemente ignora mi vida, también prolífica, como escritor. Mis supuestas películas son, como las de Rohmer y de Fassbinder, de bajo presupuesto, y fuertemente narrativas –como lo son también mis escritos. Eso es todo. Antes de que el delirio me ponga a recordar inexistentes títulos, argumentos y castings, se apaga, amistosamente, dejándome un buen sabor de boca, debo confesarlo. ¿Por qué digo que es un delirio consolador? Porque pretende que sí realicé aquello que durante tanto tiempo me empeñé y en lo que finalmente fracasé. En tiempos en que era mucho más difícil hacer cine –después la revolución digital nos hizo a todos fotógrafos y cineastas- invertí casi veinte años de mi vida en comprender el arte cinematográfico, en desear ser un cineasta y en cambio trabajé en la imbecilidad de la televisión uruguaya. Joven necio y falto de consejo como fui no supe cortar a tiempo con un inconducente derroche de vida. Este delirio, persistente desde hace algunos años, que yo sepa no busca más que consolarme por uno de los grandes fracasos de mi vida, para evitar que la herida supure y termine por envenenar lo que me quede de vida. De más está decir que con mi prolífica vida de escritor, más allá de sacar lo que tuviera para sacar, he intentado la misma terapia. Así pues, el nombre completo de mi delirio sería: delirio consolador como refuerzo terapéutico. Por ahora no ha intentado presentar más (imposibles) pruebas de mi más que meritoria carrera como cineasta.


En la vejez, sitiado por esas otras cuatro vidas caprichosas –escritura, reminiscencia, sueño, delirio-, que nunca pedí, a las que no se invoca, que se presentan cómo y cuándo quieren, y que me fueron propinadas como por añadidura.


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Foto: Magritte por Duane Micals, 1965



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