En memoria de Héctor Galmés
Ante la manifiesta impiedad de sus creaturas –los hombres… y las mujeres, por supuesto- Dios Padre (¿quién si no?) concibió la peregrina idea de que la única redención posible para el género humano estaría en que Dios Hijo (o sea: no Él, Dios Padre, sino su Hijo, Dios Hijo) se convirtiera en Hombre, es decir: que no fuera sólo el Dios Hijo sino además el Hijo del Hombre, y que por predicar la Verdad, fuera torturado, muerto y sepultado.
Cristo hipercúbico, Salvador Dalí
Dios Hijo aceptó. No porque aquello le pareciera razonable. Cuando mucho, en su abundante ignorancia de las cosas del sub-Infierno llamado Mundo, el asunto le pareció inocuo. No sabía qué era el dolor, no sabía lo que es pasarla realmente mal en tanto ser humano. Razonablemente -según le pareció- concluyó que en tanto Dios encontraría la manera de zafar de lo que no le gustara. Y, lo más importante, lo que en definitiva lo llevó a dar su irresponsable aquiescencia: pensó que si cumplía con el capricho del Padre sería una excelente oportunidad para darse un perfil más preciso, más… fuerte, aplastado como estaba entre la prepotencia caprichosa del Padre y las grandilocuentes vaguedades del Espíritu Santo.
No encontrando el punto mencionado ni en la letra chica del Acuerdo que se avino a firmar -y que le impediría zafar del asunto a voluntad-, la única condición que impuso fue que su Naturaleza Divina no cesara mientras compartiera la Naturaleza Humana. ¿Por qué? Porque como se sabe el que fue a Sevilla perdió su silla, y no faltaban entre los simples ángeles quienes aspiraran a Príncipe. Con la tranquilidad de que durante su estadía en la Creación no dejaría de estar Allí donde tenía que estar para defender lo suyo, y con la seguridad de que la doble naturaleza lo sacaría de cualquier apuro, el Dios Hijo aterrizó, decidido a cumplir con los mayores méritos su Misión.
La primera parte, o sea, espetarle a la piara humana la Verdad en estado puro, resultó sencillo. La facilidad de palabra la había desarrollado desarticulando las arbitrariedades del Padre y las ambigüedades del Tío (¿Qué otra cosa sino Tío podría ser el tercero de marras? Abuelo, no. Madre, que se sepa, tampoco). Su Prédica, como es natural, más allá de la indiferencia generalizada, le consiguió tantos seguidores como adversarios. Para poder reforzar públicamente sus pretensiones de Divinidad, el Padre, bastante a regañadientes –quería verlo valerse por sí mismo- le concedió algunos milagrillos sin importancia. (El Hijo había, por supuesto, intentado resolver estos temitas por su cuenta, en tanto Dios, pero ahí fue que aprendió que, mientras hollara la Creación, en última instancia, la última palabra –y tómese nota- la tenía su Naturaleza Humana, y ésta se negaba en redondo, entre otras cosas, a hacer milagros sin cobrar por ello).
Así llegamos al momento del Supremo Sacrificio, en el que quedaría refrendado, ahora sí para siempre jamás, el nuevo Acuerdo de sumisión entre las creaturas y el Creador. El Hijo, como dije, pensaba que aquel paso final, que significaría el regreso a su condición de Dios Hijo abandonando la de Hijo del Hombre, no sería gran cosa. Tenía presente el destino de Juan el Bautista, pariente cercano por su lado humano, y razonaba, no sin razón, que el tajo de una espada que le separara la cabeza del cuerpo, cosa instantánea e indolora si las hay, no sería gran cosa. No contó con la costumbre romana de clavar a una cruz a los reos dignos de un castigo espectacular.
El Hijo de Dios hecho hombre no tenía ni la menor idea de lo que puede doler que a uno lo claven a una cruz. El dolor es tan fuerte, tan arrasador, que no queda rincón del espíritu en el que esconderse. A martillazos terminan por nublarse por completo las entendederas. Se nublan tanto que uno puede llegar a olvidar que uno es el Hijo de Dios. Sin metáforas. En serio. Puede pasar. De hecho es lo que le pasó al Hijo de Dios.
No quedó más que el dolor, ocupándolo todo. Y el dolor, como se sabe, es la esencia de la Naturaleza Humana. Así, en el dolor total, sin resquicios, sin pausa, el Dios Hijo e Hijo del Hombre quedó confinado a sólo su Naturaleza Humana, a la que había accedido por puro deporte, como por puro trámite, y que ahora se le revelaba como una trampa espantosa y sin salida alguna.
Lo que colgaba clavado a los maderos de la cruz ya no tenía nada de Dios era puro Hombre. Fue desde ahí, desde su Naturaleza Humana, olvidado por completo de su Divinidad y de los privilegios que lo esperaban, intactos, en su Trono Menor, junto al de su Padre, que exclamó, hecho papilla, con el ultimísimo aliento que le quedaba: SEÑOR, SEÑOR ¿POR QUÉ ME HAS ABANDONADO?, consumándose en este último grito y recién en este último grito su irresponsable asunción de la Naturaleza Humana, porque el ápice del dolor del Hombre es el dolor por haber sido abandonado por su Creador.
Repatingado en su súper-Trono, más allá del azul del cielo y del parpadear de las estrellas, el Padre sonrió orgulloso. Sabía que ese grito desesperado no era el de su Divino Hijo reclamándole absurdamente olvidos imposibles, sino el de su Hijo hecho Hombre, bebiendo el cáliz de Humanidad hasta la última gota, reclamándole desde la oscuridad de su alma humana haberlo olvidado y haberlo abandonado.
El Padre estaba satisfecho de sí mismo: había ofrecido a su Hijo Unigénito en sacrificio para redimir la impiedad de sus creaturas. Que el experimento no haya tenido resultado positivo alguno, eso es harina de otro costal. Por lo menos, se decía, he dejado fundada la capacidad de maldad de los padres para con sus hijos. Y el rencor eterno que estos habrán de guardarles, le respondía el Cristo.