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Ercole Lissardi - De la porno-diversidad

Hace ya largos años dediqué un tiempo a analizar la pornografía en Internet. No mucho tiempo porque si bien tenía, y sigo teniendo, un interés en sus productos, mis prioridades, como entonces, son otras, y más importantes para mí.



El momento coincidió con la transición del porno industrial al porno amateur. La revolución tecnológica, facilitando y abaratando la producción de imágenes, como sucedió antes con la crisis del sistema de estudios hollywoodenses, acabó con el muy lucrativo monopolio del negocio de la pornografía en manos de poderosas empresas. La producción se volvió barata, y la distribución sin costos, utilizando Internet. Era la hora de los amateurs, no solo en la manufactura del producto: fue también el final para la bonanza de los performers de pornografía: cualquiera podía exhibirse teniendo sexo, haciéndolo como mejor pudiera.

 

Por supuesto que, colonizadas sus mentes como estaban por el consumo de la pornografía anterior, a los nuevos “actores” no se les podía ocurrir sino imitar las posiciones, los “argumentos” (o sea las secuencias de posiciones), los gestos, los tics, los fingimientos de los performers clásicos. Y por supuesto que el monopolio de la producción que las empresas habían perdido se convirtió en el monopolio de hecho, si no de derecho, de los espacios (sitios) de Internet en los que es posible ver el porno amateur, tal y como el monopolio del entretenimiento por Hollywood continuó, si no a nivel de producción sí en lo que concierne a la distribución, primero por medio de las grandes distribuidoras y luego por medio de los streamings.

 

Todo había cambiado, pero todo seguía igual, con la ventaja de que ya no había que soportar el robotismo de los performers y los decorados paupérrimos, como de televisión pobre. Ahora lo que había para ver, y por supuesto que era mucho más interesante, era a gente común teniendo sexo tan hábil o torpemente como fueran capaces, y, de fondo, el lugar en el que realmente vivían. Este fue el mundo cambiante que capté en aquella primera incursión y en alguna medida lo reflejé en artículos, entrevistas y en mi libro “La pasión erótica. Del sátiro griego a la pornografía en Internet”.

 

ACTUALIDAD DEL PORNO

Pero ¿hay? ¿son posibles en el universo del porno maneras de presentar la sexualidad más allá de la impávida máquina de coger, representada sea por profesionales pasados de maquillaje, con cuerpos supuestamente envidiables y robóticos, o por gente común con todo y sus pancitas, y sus cuerpos torpes retratados en el mal gusto en su ámbitos domésticos? Quizá sí, porque como decía Robert Bresson acerca de su método de ensayar con los actores repitiendo infinitas veces líneas de diálogo o movimientos sin intentar expresividad alguna, en medio de la automatización se producen gestos mínimos que son los que dan verosimilitud al personaje. No es que pretenda redimir al porno, cosa que no sé si es útil o posible, pero propongo que es posible que, así como hay algo a lo que llamamos humor involuntario, podría haber en el porno, si uno tiene la paciencia o el estómago para buscarlos, momentos, instantes que van más allá de la máquina de coger.



Entonces: esta nueva incursión en el impávido y repetitivo universo del porno me hizo una vez más tomar contacto con cambios, aunque más sutiles, mucho menos espectaculares. Por supuesto que la estructura básica del negocio sigue siendo la misma. Las nuevas tecnologías de imagen y sonido se manejan ya con mucha más solvencia, y los performers amateurs ya son quizá menos torpes y un poco más repetitivos, aunque el formato “democrático” del negocio ha permitido el ingreso no solo de verdaderos amateurs que participan porque lo disfrutan, sino también, por ejemplo, de organizaciones dedicadas al negocio de la prostitución, con lo cual el abuso sexual ha entrado en la pornografía para quedarse. Por lo demás el entretenimiento pornográfico se ha “enriquecido” con aportes provenientes de las más lejanas latitudes: de Asia, de África y de todos los rincones de nuestra América Latina. Lo cual aporta color, de piel, sobre todo, y variedad en la escenografía, pero no mucho más, porque demasiado a menudo estas performances “exóticas” vienen formateadas por los modos y maneras transnacionales de la prostitución y de la pornografía.

 

PORNO Y PUNCTUM

Pero, en fin, estos cambios, estas “novedades”, previsibles en cuanto se fuera asentando el modelo en su dimensión transnacional, no son lo que de novedoso me ha parecido encontrar. El punto es que no es nada sencillo precisar lo que me ha llamado la atención. No es algo exterior, no es algo que sea posible ver u oír. No tiene que ver con la alternancia de las posiciones de los cuerpos o los ritmos crecientes o decrecientes del coito, ni con las expresiones de supremo placer, con las estereotipadas exigencias de más, de no parar, ni con los gemidos en todas las vocales y llegando eventualmente al grito. Es algo que sólo aprehendemos por pura intuición, por un don de observación sutil, muy poco relacionado con la mirada con que devoramos el menú que, hay que decirlo, con mínimas y previsibles variaciones, es siempre el mismo. Porque la pornografía es como un universo concentracionario, donde cada acto y cada gesto, cada palabra y cada expresión están precisamente pautados, y cualquier apartamiento de la pauta implica que todo pueda ser hecho picadillo y tirado a la basura, y sobre todo, castigado, como quiera que sea la forma que adopte el castigo.

 

¿Entonces? Estamos hablando de que hay algo ahí, en eso que es aparentemente lo mismo de siempre, que pone a funcionar nuestra capacidad de intuición. Algo en la mirada del actor o la actriz, mirada que es demasiado vaga o que está por completo fijada en la contemplación de algo que solo ella puede ver y que de ninguna manera nos puede comunicar. Y entonces empezamos a ver otras cosas. Vemos que esa persona, entregando su cuerpo a rutinas precisas por las que le pagan o que simplemente hace porque es lo que cree que hay que hacer para hacer bien lo que se está haciendo (pornografía), esta persona está a la vez en otra parte, agazapada esperando que le llegue algo que sabe o no sabe qué es, pero que es lo que realmente le importa de esto, de entregarse a la máquina de coger. Merodea quizá la posibilidad de un orgasmo, de un verdadero orgasmo y no esta cosa que se finge o que se eyacula como quien escupe un gargajo molesto. Se alcance o no ese punto inasible, indescriptible, seguramente el chaca-chaca de la rutina pornográfica terminará por pasarle por encima, por desvanecerlo, por disuadirlo de comparecer, de saltar al centro de la escena. Pero lo cierto es que hay un trabajo, ha habido un trabajo más o menos inconsciente, lo cierto es que esa persona que por momentos miró hacia la cámara sin ver, sin vernos, ante nuestros ojos que no ven ha estado trabajando algo para sí, al margen, del espectáculo para el que se presta ¿Una sensación peculiar, un recuerdo demasiado borroso, una idea informulable? No lo sabemos, no lo sabe quizá ella, pero, intentándolo ha sabido cumplir con un precepto básico, por lo menos para Pascal: el de prestarse a los demás, y solo darse a sí misma.

 

TIRANÍA DE LA MIRADA

Están también los que se han rendido ante su majestad imperial, la mirada, supremo afrodisíaco. Estos no pueden dejar de mirar los genitales, fascinados hasta la hipnosis, como el ratón frente a la serpiente, y no podrían decir si les parecen bellos o feos, porque en realidad no perciben pellejos, ingurgitaciones, fluidos, lubricantes, pendejos y sobre todos malos olores, verdaderos o imaginarios, irreales y prejuiciosos, sino que solo ven, más asombrados que otra cosa, la dimensión de transgresión que implican la exhibición, la penetración, el manoseo y el abuso. Se doblan, se retuercen, estiran el cuello para no perderse detalle. Ven crecer la verga y abrirse la flor, como si no fueran animales, como si aquella cosa autonómica de los genitales fuera una especie de milagro, producto de quién sabe qué, de imágenes en la mente, o de las urgencias de una especie de sobrenaturaleza. Los pasman las guiñadas de un ojete ansioso, los desbordes de semen de una verga fláccida, el rosado brillante, submarino, de la vulva abierta. Uno tiene la impresión de que es la primera vez que se encuentran cara a cara con su animalidad y les parece simplemente maravillosa.

 

Pero sobre todo no pueden dejar de mirar la inserción, el coito, la cópula, la penetración, definitivamente asombrados por el hecho de clavar o ser clavados, de irrumpir o ser invadidos por el cuerpo del otro, de renunciar al derecho absoluto a la insularidad, a la intangibilidad, a vivir atrincherado en su epidermis. Les parece incomprensible hasta el delirio el derecho a montar sobre una cara para frotar la vulva peluda contra la jeta impasible del caballero, a vulnerar con la punta de la verga el fondo de una garganta. Quedan con la mente en blanco ante el horror inenarrable de clavar o ser clavados en el culo, allí por donde la mierda sale del cuerpo, rogando porque al retirar la verga muestre las trazas de los detritos como el puñal exhibe las manchas de sangre. Y por fin, por fin, el semen fluyendo por el laberinto de las entrañas buscando la ilusión de la vida o la confirmación de la esterilidad, de la muerte eterna, el semen bajando por el tracto digestivo para alimentar como un maná inimaginablemente nutritivo, el semen bañando el plexo solar y la cara, zonas sagradas de la piel si las hay, bañándolas para disparar el placer de humillar o ser humillado, bañándolas como una especie de filtro protector, embellecedor, como un aura que distingue a los que son gente nomás de los que han llegado definitivamente a la condición de ángeles.

 

Y todo a través de la mirada, sin detalle alguno para perderse, porque de este uso siempre inesperado, brutal, demente del santuario del cuerpo, de esta cesión de la divina insularidad del cuerpo, depende para siempre la dilucidación del gran misterio, a saber, si somos ya y para siempre carne para el abuso incesante, o somos ya definitivamente, vírgenes.

 

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