Ana Grynbaum – Los demonios del capitalismo
Si el halcón de la discordia, en la novela de Samuel Dashiell Hammett “El halcón maltés” (1930), resultara en verdad un objeto valioso y accesible, el libro no sería la obra maestra que es. En las novelas policiales, por lo general, no se discute la validez de los motivos que tienen los criminales para actuar. “El halcón maltés” subraya la vacuidad del objeto al que la ambición criminal atribuye un valor supremo, en una articulación perfecta entre artefacto literario y ensayo sociológico.
Tras el halcón maltés
Los detectives privados Samuel Spade y Miles Archer, de San Francisco, toman como cliente a Mrs. Wonderly, que luego resulta llamarse Brigid O'Shaughnessy, y caen en los enredos de una banda de delincuentes, cuya primera víctima mortal es el propio Archer. De a uno va encontrando Sam Spade a los otros delincuentes: Joel Cairo, Kasper Gutman –quien, contrastando con su apellido, de hombre bueno no tiene nada- y su matón Wilmer.
Tras extensas conversaciones, en las que pululan las historias y las mentiras, habrá de enterarse Sam que lo que están disputándose es la posesión de cierta estatuilla con forma de halcón, que bajo una capa de pintura negra contiene todo tipo de joyas y un valor histórico no menos rico. Hasta la espectacular irrupción en escena del halcón uno puede dudar de que la estatuilla efectivamente exista.
Escena de El halcón maltés, John Huston, 1941
Un fetiche
Esa estatuilla que los gangsters buscan con delirante avidez, al precio de la cantidad de vidas humanas que sea, es invaluable. Y no porque se pueda obtener con ella una cifra de dinero gigantesca, como Gutman sugiere, sino porque –el libro se aboca a demostrarlo- la cosa en sí misma no vale nada. Su precio depende de la ambición de quienes se arrancan los ojos por ella, como en definitiva sucede con todos los objetos regidos por las Leyes del Mercado.
Al igual que el dinero, en la más ortodoxa tradición marxista, el halcón es un fetiche: no vale más que lo que se esté dispuesto a dar por él. Cuando finalmente el halcón aparece, los delincuentes no se resignan a que el objeto repleto de joyas, con el plus de un valor histórico, en cuya caza se empeñaron, sea nada más que un pedazo de plomo. Prefieren creer que el verdadero está en otra parte y, nuevamente montados en la ilusión, se lanzan en su búsqueda. Es que para que el objeto fantasmático tenga efectos reales su existencia debe ser posible. La imaginación necesita sus puntales.
La vacuidad de las palabras
Los numerosos y bien sazonados diálogos tienen la función de explorar la dimensión de vacuidad de las palabras. Los personajes hablan, casi todo el tiempo, precisamente para no decir nada. En sus diálogos las palabras operan diversas funciones ajenas a la transmisión de una verdad. Ellas se emplean para ocultar, engañar, confundir, engatusar, entretener, hacer perder el tiempo, etc. etc. Su divorcio con la verdad es una constante a lo largo del libro, excepto en la revelación final, típica del género policial.
El hecho de que las palabras se aboquen a no decir nada, abre una reflexión acerca del uso y el abuso del discurso en las relaciones humanas. Hay varias líneas de diálogo dignas de convertirse en epígrafe de otros libros. Especialmente algunas de Gutman en diálogo con Spade: ”Yo desconfío de un hombre que dice ‘basta’ cuando le están sirviendo de beber. Pues si ha de tener cuidado de no beber demasiado, esto indica que no es de fiar cuando lo hace”. Durante el siguiente encuentro Gutman desliza un somnífero en el vaso de Spade.
Sydney Greenstreet como Kasper Gutman
En otro momento Gutman propone un brindis “por las palabras francas y un claro entendimiento”. Y agrega: “no me fío de los hombres callados. Suelen elegir el momento menos indicado para hablar, y dicen cosas poco juiciosas. El hablar es algo que no se puede hacer juiciosamente sin el debido entrenamiento.” Y va dando más vueltas que un perro antes de echarse para finalmente no responderle a Spade qué cosa es el misterioso halcón maltés, al tiempo que se ufana de ser la única persona que conoce su secreto.
Recién en el siguiente encuentro Gutman, bajo presión, relata la extensísima y fantástica historia de la Orden de los Caballeros Hospitalarios y su periplo hasta Malta en el siglo XVI. Y del halcón de oro ornamentado con joyas que habrían fabricado para Carlos V de España, pero que desapareció cuando atacaron el galeón que lo transportaba. Luego Spade hace verificar los datos históricos y comprueba que el relato es verosímil, pero, por más y mejores efectos de verdad que pueda tener, se da cuenta de que esa historia no es más que un camelo. Sin embargo, Gutman, Cairo y O’Shaugnessy creen a pies juntillas en el valor del halcón. Tanto así que cuando, el pájaro finalmente aparece y revela su constitución de basto metal, no se les ocurre otra cosa que calificarlo como una copia con que los estafaron y reemprender la búsqueda del objeto verdadero.
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Las palabras que los personajes profieren tienen una retorcida vinculación con la verdad. Su significado se vacía, como un billete fuera de circulación. La referencia al mundo real se corta. El discurso opera cual engranaje de manipulación, de forma similar al mensaje publicitario en la sociedad de consumo. El límite de la eficacia de las palabras lo pone el que no cree en ellas, como Sam Spade, quien, por su parte, sabe mentir por lo menos tan bien como sus “clientes”. De hecho, los larguísimos diálogos que mantiene con ellos son tremendamente chistosos, porque es evidente que ninguno se cree la sarta de los otros, y sin embargo siguen el juego.
El juego en el que los delincuentes y el detective participan es, supuestamente, el de quién miente y engaña con la eficacia necesaria como para quedarse con el botín. En los hechos, el ganador será el que quede vivo, puesto que una vez que Spade entrega a los delincuentes a la Policía, aquellos que todavía no se mataron entre sí, serán ejecutados por la Justicia. El que ríe último es Spade, aunque su mueca –inigualablemente representada por Bogart, en la versión fílmica de Huston- es un rictus amargo como la risa de la hiena.
Para una galería de mujeres crueles
Nada le falta a Brigid O'Shaughnessy para integrar una antología de mujeres seductoras y crueles, tan peligrosas como irresistibles. El personaje de Brigid merece un lugar de privilegio entre las féminas más inescrupulosas, voraces e impías, cuando no malas como arañas, pero siempre poderosas, que la literatura y el cine han creado para deleite del público. Yo la ubicaría cerca de Kurimoto Chikako (ver mi entrada del 12 de febrero pasado), de las hermanas interpretadas por Joan Crawford y Bette Davis en “What Ever Happened to Baby Jane?” (película comentada en este blog el 28 de agosto de 2014) y también de la legendaria Erzsébet Báthory, que conservaba su belleza bañándose en la sangre de jóvenes vírgenes.
Brigid parece no saber sino mentir, engañar, manipular. Su fuerza está en el hecho de someter a los otros. Y estos otros no pueden ser sino hombres, por supuesto. Porque ella encarna la esencia de la feminidad asesina: la come-hombres. Todos los horrores al sexo femenino que los hombres pueden pergeñar, y a los que no se pueden resistir, están en el cuerpo y la cara de esta beldad.
En la película de Huston, a Brigid la interpreta Mary Astor, que no se parece ni remotamente al personaje de Hammett, a pesar de lo cual la archifamosa película funciona. Tampoco la podría haber protagonizado Bette Davis por ejemplo, porque la malignidad de Brigid se agazapa tras una apariencia de damisela frágil y vulnerable, tan ingenua como desenfrendamente sexual.
Mary Astor y Humphrey Bogart
La telaraña de sus palabras hacia Spade se propone colocarlo en el lugar, completamente imaginario, de su salvador. Help me, help me –no deja de repetir Brigid con fingida languidez. La ficción que ella representa tiene una lógica rigurosa, la de la hembra débil que necesita de un macho fuerte. Cuánto más débil ella, más fuerte él: estaría fuera de peligro. Tragándose dicha pastilla fue como Archer encontró la muerte desarmado, por más que llevara una pistola en el bolsillo.
Más que delincuentes: demonios
Los cazadores que corren tras el halcón maltés son de la misma naturaleza que los demonios. A diferencia de los seres humanos carecen de escrúpulos por completo, no dudan en traicionarse los unos a los otros, no escuchan más que los mandatos de su voracidad, se orientan únicamente en función de su ambición. Es claro que en vez de personajes con psicología constituyen símbolos.
En “El halcón maltés” el verdadero criminal es el sistema capitalista, que juega irresponsablemente con la vida y las ilusiones de las personas, que las corrompe y las obliga a inmolarse a cambio de quimeras. Los miembros de la banda son una encarnación de los demonios del Capitalismo.
El cuerpo de los detectives
Sam Spade juega un rol fuertemente equívoco en el correr del relato, pero al final revela su verdad. Hasta entonces, no sabemos para quién está trabajando ni qué opina de los rollazos que le cuentan los delincuentes. Lo que lo impulsa en su arriesgada investigación es aclarar la muerte del socio; todas las otras muertes parecen tenerlo sin cuidado, así como tampoco se desvive por ideales de Justicia, ni emprende una cruzada contra el crimen organizado.
Spade debe entregar a la Policía al asesino de Archer porque, de lo contrario, ¿quién volvería a confiar en la agencia de detectives de Samuel Spade? Él es, por sobre todas las cosas, un detective. Cuidar el honor equivale a cuidar la fuente de trabajo. Una conciencia gremial guía sus actos.
Sam pudo haber muerto en lugar de su socio. Por más sucio que pudiera jugar, por más que se acostara con la mujer del difunto, e incluso con su asesina, Sam no pierde de vista su identidad y los deberes inherentes a ella. No olvidarlo le permite agujerear la telaraña que Brigid no cesa de tejer en torno a él. Spade es un trabajador con clara conciencia de clase, que no olvida su pertenencia al cuerpo de los detectives.
Lo que subyace a la historia policial de “El halcón maltés” es una visión del mundo pura y duramente marxista. No por error fue Dashiell Hammett incluido en la lista negra de Hollywood durante el macartismo.
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Las citas de la novela pertenecen a la edición de Alianza, Madrid, 1968.
Excepto el retrato de Hammett, las imágenes están tomadas de la película de Huston, de 1941.
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Ercole Lissardi - ¡MASOCRISTO!
Más allá de sus méritos como creador del policial hard-boiled, hay que decir que caracteriza a la literatura de Dashiell Hammett ser prêt-à-porter para la industria del cine. Ya Huston había subrayado que en su versión de 1941 de “El halcón maltés” no tuvo que quitar ni agregar una palabra a los diálogos de la novela.
“La llave de cristal” es también una especie de proto-guión cinematográfico. No incluye más que escuetas indicaciones de lugar y acción, y diálogos. La tan comentada estética de la objetividad de Hammett, según la cual se excluye toda exposición de la interioridad de los personajes y sólo se incluyen sus dichos y sus hechos, me parece que tiene su origen en el deseo de ver filmadas sus novelas.
“La llave de cristal” se caracteriza porque lo que menos importa es el crimen en cuestión y su solución. El interés del autor se desplaza hacia las relaciones eróticas –no se me ocurre mejor término para nombrarlas- entre sus personajes. En ese sentido, dos dimensiones, dos historias, dos líneas narrativas se entrecruzan.
Por un lado, la más profunda, la más pesada, la que constituye el verdadero epicentro de la novela: la relación entre el detective improvisado Ned Beaumont y Jeff Gardner, un pistolero. Su relación es una relación sadomasoquista salvaje, tal y como, en su lenguaje macarrónico, en todo momento lo deja en claro el matón. Ned, la parte masoquista en la relación, no dice palabra. De hecho Ned, que es el personaje central de la novela, aquel a partir del cual se narra, se caracteriza por no verbalizar sus sentimientos o emociones, al contrario de quienes interactúan con él.
Tres veces se cruzan Ned y Jeff en la historia, y en todo momento Jeff desoculta, muy divertido, encantado diría, el deseo de Ned de recibir golpizas, aunque tal deseo sólo se concreta en ocasión del primer encuentro de ambos. Ned recibe de mano de Jeff una golpiza que dura días, por cuenta de una organización criminal que quiere sacarle secretos. Sin que medie explicación alguna, en medio de la golpiza, que Ned reaviva una y otra vez provocando a Jeff, Ned intenta suicidarse. Debemos comprender que aquella golpiza terrible es la primera, por lo menos de tal magnitud, a que Ned se entrega, y que, embotado por los golpes y aterrado por la profundidad de su salvaje deseo, intenta terminar con su vida. Las páginas de la golpiza son, por cierto, de las más duras que pueda hallarse en un policial, hard-boiled o no. Como páginas de erótica son verdaderamente extremas.
En los otros dos cruces que tienen los personajes, en los que no llega a repetirse la sesión de golpes, Jeff trata a Ned con dulzura, la dulzura de un sádico que se relame ante la inminencia del goce. En todo momento el matón expresa a Ned cuánto lo alegra que haya vuelto por más, porque él también lo disfrutó.
El pasaje que reproduzco a continuación, del tercer encuentro de ambos, explicita por demás la naturaleza de la relación:
“-Ya ven. Le gusta. Es un… -Jeff vaciló, buscando la palabra exacta, se humedeció los labios y siguió diciendo-: Es un maldito ¡masocristo! ¡Eso es lo que es! –dirigió a Ned una mirada libidinosa (he leered at Ned) y le preguntó-: ¿Sabes lo que es un masocristo?
-Si.
Esta respuesta pareció decepcionar a Jeff.
-Whisky de centeno para mí – dijo al barman.
Así que ambos tuvieron delante las bebidas, Jeff soltó la mano de Ned, aunque conservó el brazo sobre sus hombros. Bebieron. Jeff dejó su vaso sobre el mostrador y puso una mano sobre la muñeca de Ned.
-Arriba tengo un cuarto justo como para nosotros dos –dijo-, un cuarto tan chico que no vas a poder caerte al piso. Puedo rebotarte contra las paredes, y así no perderemos tiempo esperando que te levantes.
-Te pago un trago –dijo Ned.
-No es mala idea –dijo Jeff aceptando el convite.
Volvieron a beber. Ned pagó las bebidas. Jeff lo dirigió hacia las escaleras.
-Con su permiso, señores –dijo a los demás- pero tenemos que subir a ensayar nuestro acto –le golpeó suavemente el hombro a Ned y agregó-: Yo y mi amorcito”.
Puede afirmarse sin lugar a duda que el clásico policial “La llave de cristal” de Dashiell Hammett es en realidad un relato cripto-sadomasoquista. En la historia del género no faltan los ejemplos más o menos explícitos de esta erótica, pero la novela de Hammett, por la crudeza que pone en escena, es un hito pionero y difícil de superar.
La otra historia erótica que atraviesa la novela de principio a fin involucra a Ned, a Paul, para quien Ned trabaja, y que dirige una organización criminal dedicada a ordeñar las arcas del Estado en connivencia con funcionarios corruptos, y a Janet, la chica de clase alta a la que Paul ama y a la que corteja. La naturaleza profunda de esta relación triangular, al contrario de la antes vista, nunca es claramente explicitada, es más, se la presenta deliberadamente como un enigma que el lector debe resolver.
Por un lado Ned es mucho más inteligente que Paul, pero a él se somete y es leal. De hecho es para intentar sacar a Paul de problemas que Ned asume riesgos innecesarios y termina cayendo en manos de los rivales, y en particular, de Jeff. Janet no tiene problema en confesar a Ned que odia en realidad a Paul y que sólo lo mantiene cerca porque sospecha que mató a su hermano Taylor, y quiere sumar pruebas para demostrarlo.
Resuelto el misterio del crimen en cuestión, Ned, ofendido –calculamos, porque nunca explicita lo que piensa o siente- por cierto trato indigno que ha recibido de Paul, decide irse de la ciudad. Inesperadamente, Janet le pide que la lleve con él. Más inesperadamente aún –ya que implica traicionar a aquel con quien fue leal y sumiso- Ned acepta.
En la escena final los tres se encuentran. Paul le pide que no se vaya, que se quede a su lado. Ned le revela que Janet se va con él. Paul, golpeado por la revelación, se va, dejando la puerta abierta tras él. La última línea de la novela es ésta:
“Janet miró a Ned Beaumont. Él miraba fijamente la puerta”.
¿Qué es lo que no dice este final abierto? Nos invita a adivinar lo que sucederá de inmediato, más allá del texto, por supuesto. Por un momento quedamos sorprendidos. En busca de una clave que explique, recordamos el sueño que páginas antes Janet contó a Ned, y que no fue objeto de interpretación, quedando cerrado sobre su enigma. En el sueño Ned y Janet están en un gran peligro, que podrían eludir entrando en cierta casa. Encuentran la llave bajo el felpudo y, en la primera versión del sueño, entran, salvándose.
Pero un poco más adelante Janet confiesa a Ned el verdadero final de su sueño. Helo aquí:
“La llave era de cristal y se nos rompió en la mano en el momento en que intentamos abrir la puerta, porque la cerradura estaba agarrotada y tuvimos que hacer fuerza (…) No pudimos huir de las serpientes”.
El sueño, premonitorio, de Janet significa que no se irán juntos. Algo impide a Ned irse con Janet: aquello que lo inmoviliza mirando fijamente la puerta que Paul dejó abierta al salir, a saber, su relación con Paul. El sentimiento de sumisión y lealtad que Ned tiene por Paul -sentimiento de amor, digámoslo claramente, porque qué es el amor sino lealtad y sumisión- es más fuerte que lo que lo une con la mujer que le quitó a Paul. La llave de cristal es, si se quiere, la que mantiene a Ned cautivo de su relación con Paul. El título de la novela, significativamente, no refiere, pues, a la cuestión del crimen sino a la del asunto erótico.
Así pues, hechas todas las cuentas podemos decir que “La llave de cristal”, notable ejemplo de la primerísima etapa del policial duro norteamericano, es, en realidad, o además, un complejo relato cripto-sadomasoquista y cripto-homosexual.
Samuel Dashiell Hammett