De las 27 novelas que hasta el momento ha publicado Ercole Lissardi, "Una como ninguna" (2008) es la onceava. Puesto que se trata de un autor de erótica, al abordar cada una de sus obras hay que preguntarse por las particularidades de la erótica en juego. ¿De qué tipo es? ¿Con qué elementos de la cultura se enlaza? ¿Cuáles son las costumbres con que dialoga? ¿Qué preceptos morales desafía para develar?
Especialmente necesario es cometer la violencia de romper esa tersura estilística que hace parecer a los textos de Lissardi tan naturales, simples, incuestionables, si se quiere revelar los mecanismos con que operan. Atravesar algunas de las varias napas que conforman “Una como ninguna” es el objetivo de este escrito.
Él y ella
Ninguno de los co-protagonistas de “Una como ninguna” tiene nombre, ni se conoce de ellos datos particulares muy precisos. Lo que se puede decir, sin faltar el respeto a la opción por la ambigüedad, es que una joven asciende un cerro con vista al mar, junto a un pueblito, a unos cien kilómetros de Montevideo, en reiteradas ocasiones, para conversar con un escritor que, al borde de la vejez, pretende haberse exiliado del mundo. (La atracción inter-etária aparece también en otros libros de Lissardi, particularmente en “Los días felices”.)
Él es una “leyenda”, “un grande”, “un faro”, pero también un escritor que abandonó la escritura –o eso aparenta. Y ella asume, en tanto miembro de la comunidad, el compromiso de rescatarlo. (“Tenemos nuestras obligaciones hacia aquellos de los que hicimos una leyenda. Tenemos la obligación de considerarlos sub especie aeternitatis. Tels qu’en eux mêmes l’eternité les change. Debemos honrar a los que vencen a la muerte.”) La cita en latín refiere a Spinoza, la cita en francés al poema que Mallarmé dedicó a Poe. En esas alturas se mueve nuestra eminencia de marras.
Junto con el abandono de la escritura él se ha entregado al abandono de sí, deslizándose peligrosamente del bohemio hacia el bichicome, ebrio y desencantado de la humanidad, en primer lugar de la escoria humana que él mismo encarna, en su ranchito inhóspito. Hasta allí, en alas de la aventura, llega ella, durante los días de un otoño que avanza hacia las hostilidades del invierno, especialmente hostil en la costa uruguaya. (También en “El amante espléndido” de Lissardi, la joven protagonista encuentra a su dios en el cuerpo de un hediondo marginal que habita una casucha perdida.
Discurriendo
Ella se propone rescatar al ídolo decadente mediante una “talking cure”, suerte de psicoterapia silvestre, cuyos engranajes chirrían en tono socarrón. Deportivamente él le va lanzando unos rollazos de auto-culpabilidad (sobre la adolescencia, la relación con su madre, con su hermana, con dos de sus mujeres), con los que evidente y morbosamente goza, y de los cuales espera que ella saque su tajada.
Pero en lugar de tragar el anzuelo (tómese en cuenta que en el pueblito él ha devenido pescador) ella irá descubriendo lo que esos rollazos en verdad son: adivinanzas, acertijos. Es decir, juegos de lenguaje. Una práctica literaria que se inscribe en el género de la confesión. Confesiones verdaderas o falsas, tanto da, si están bien escritas y abren paso a una historia.
En el transcurso de las entrevistas, previsiblemente, pasan cosas. Entre ellas, la joven y el viejo emprenden un peculiar reto de seducción que llega a proveerles jugosas escenas sexuales, linderas entre la erótica y la literatura fantástica. Menos esperables: que compartan comidas (se despliega una carta de pescados autóctonos), cama, vino y secretos. O supuestos secretos. ¿Quién puede, en la era post-psicoanalítica, tomar al pie de la letra las emisiones del animal que habla?
Acusar una erótica de la auto-conmiseración
La erótica del fracasado que ironiza respecto de sus desgracias como forma de mantenerse a salvo, por encima del mundo cruel, a distancia, es recurrente entre los uruguayos. Debido a su poder salvador, responde a una necesidad profunda; antagónica, aunque emparentada con la de sumergirse en el goce de la propia desgracia. (Podría uno preguntarse en qué medida los numerosos suicidios que tienen lugar en Uruguay se deben a un exceso de auto-conmiseración.)
La protagonista femenina describe a su novio en estos términos: “Lolo tiene ese tipo de actitud catastrofista muy uruguaya, que heredó de sus padres. Este país se va a la mierda, el mundo se va a la mierda, el fútbol uruguayo se va a la mierda. Etcétera.” El propio escritor no ahorra en observaciones por el estilo. Pero el texto que resulta, lejos de obedecer la condena, escapa a ella.
Ella, la Escritura
Ella es una como ninguna, pero no es ninguna, porque no es en realidad una mujer sino un producto de la imaginación erótica. Un producto acabado, para total satisfacción de su creador.
Ella es la mujer ideal, conjuga la belleza fresca de la juventud con la sabiduría de una mujer madura. Deportista (juega al fútbol), estudiosa, aplicada, corajuda, voluntariosa, inteligente. No le faltan los allí celebrados atributos de la mujer criolla.
Su sabiduría de vida, traducida en la capacidad de comprender y amar a los otros, evidentemente supera su corta edad. El vocabulario que emplea está lleno de anacronismos locales (“cambiar los troles”, “bichicome”, “fanfarronería”, “mondo y lirondo”, “el que quiera celeste que le cueste”, “los de afuera son de palo”). Ella llega a conclusiones que solo la edad enseña, como la de que “somos bestias cultas” (proposición que Lissardi lleva al extremo en otra de sus novelas, “Interludio, interlunio”.
Ella es un desdoblamiento de él, un ser hecho a medida para cumplir sus deseos. En primer lugar, el de rescatarlo de sí mismo, del exceso de sí mismo al que se encuentra sometido en el inicio de la narración. (“Quizá lo que su extrañamiento implica –tanto más cuanto más radicalmente se ha extrañado- es el deseo de que alguien venga a rescatarlo del desierto de sus convicciones demostrándole un amor sin límites ni condiciones, demostrándole que él es lo único que le importa a ese alguien.”)
Ella no compite con las otras mujeres, las que co-protagonizan los cuentos que él le hace. Ella está fuera de concurso, su naturaleza es diferente. De una parte del cuerpo del hombre (no una costilla, sino el cerebro) crece la mujer, la compañera. Ella es perfecta, no por sus atributos personales, sino porque ocupa exactamente el lugar para el cual es concebida.
Ella cumple con su función milagrosa, rescata al genio de la auto-destrucción. Destrucción que opera como destino habitual en tierra de mediocres, incluso en los márgenes a los que él apela en su distanciarse de Montevideo.
Tal vez, si ella tuviera un nombre, debiera llamarse Escritura. Escritor, él. Es a la escritura a quien el artista brinda el don del relato. Ella es la condición de posibilidad de todos los relatos, capaz de sostener al narrador, más allá de su humana debilidad, para que realice la proeza.
Es entre Escritor y Escritura la relación que se teje, la relación que contiene la serie infinita de las relaciones posibles (todos los relatos). La literatura consiste en el acto de narrar, con prescindencia de cualquier aparataje externo que la sociedad brinde o niegue. En su ranchito él no tiene ni una birome, pero conserva intacto lo esencial, su ser narrador, una piel que nada ni nadie puede arrancarle, porque muta en criaturas inmortales (sus personajes).
Poderes de la máquina literaria
El chiste de la pseudo-psicoterapia, esas entrevistas en las que él habla de sí y pone en juego sus escenas angustiantes, termina por revelarse como un mero recurso literario. Artilugio eficaz para subrayar la capacidad ficcionadora del ser humano, más allá de utilidades y adecuaciones morales. Máquina artística, lúdica y placentera, autosuficiente. No depende de referentes exteriores, aunque pueda jugar con tantos insumos de la vida real como le apetezca (la culpa, la soledad, el insuficiente reconocimiento, el sexo, el amor, e incluso el mar).
Los discursos no son más que discursos, literatura. Pero la literatura tiene un poder sanador, o al menos analgésico, no tanto en la medida en que absorbe los fantasmas del escritor sino en tanto conjura los deseos y las angustias de los lectores, mediante el placer estético.
Por detrás -por debajo, o por encima- de las relaciones eróticas narradas en esta novela, de lo que se trata es de la escritura como una erótica en sí misma. Del deseo de crear y del placer de narrar. Del goce, algo masoquista, que encuentra el narrador en entregarse a la danza de sus demonios. Del verdadero partner del artista literario, la escritura, la única que no puede faltar a la cita. (“bastaba con sacarle el capuchón a la Mont-Blanc y entraba como en trance. Había que atarme las manos para que no escribiera. Era un deseo puro. El deseo de escribir el deseo.”)