(Acerca de leer, escribir, el ocio, el autor, los personajes, Virginia Woolf, el desestimable yo y el inestimable vacío.)
Los apuntes de lectura deberían comenzar antes de la lectura, cuando nos imaginamos cómo ha de ser el libro que todavía no empezamos a leer. En primer lugar porque a esas ideas previas les cabe buena parte de la responsabilidad en el hecho de que el lector se encuentre con su objeto de lectura, y también en la modalidad de dicho encuentro.
La necesaria difracción que resulta entre nuestra expectativa y lo que el libro dice puede dar lugar a interesantes registros de lectura. Por otra parte, lo que imaginamos acerca de ciertos libros ya clásicos viene contaminado de pre-conceptos que pasan en silencio del imaginario colectivo al personal.
Desafortunadamente, por lo general, nuestras impresiones ingenuas resultan rápidamente devoradas por el protagonismo del libro cuando nos entregamos a él. Sin embargo, en raras ocasiones, aquellas ideas vagas y fantasiosas sobreviven a la lectura y piden ser tomadas en cuenta incluso mucho después de realizar la primera lectura. En ocasiones nos impulsan a una segunda lectura. Algo así me pasó con A room of one’s own, de Virginia Woolf.
Portada de la primera edición, realizada
por Vanessa Bell, 1929
En la época de buen tiempo uno de mis mayores pequeños placeres consiste en levantarme muy temprano por la mañana y sentarme en la terraza a tomar mate. Suelo acompañarme de algún libro, cuaderno, lapicera, que con frecuencia empleo tan sólo como escudo contra la culpa cuando ésta me acusa de empezar el día perdiendo el tiempo.
De todos modos, aún sin libros ni cuadernos, tampoco sería cierto que no hago nada aparte de tomar mate: me dedico a escuchar el canto de los pájaros, sonido ubicuo que oficia de fondo musical al motor de los primeros vehículos que atraviesan la ciudad. Esta mañana, además, un pájaro gris moteado, menor que una paloma, se dio un largo paseo entre mis plantas como si estuviera apreciándolas. Sin dificultad se posó sobre uno de los cactus más pinchudos. Al cabo de su recorrido levantó vuelo.
Entonces elevé los ojos y redescubrí cuánto necesito ese pedazo de cielo sobre la cabeza, aunque más no sea durante un rato al día, aunque no obtenga nada particular de ello. Y descubrí un fino trozo de luna trasnochada, y al mburucuyá rojo que desde la casa de la vecina promete expandirse a lo largo del tejido de mi terraza.
Inexplicablemente, en ese momento, me vino a la cabeza la expectativa que me generó años atrás Una habitación propia. Y tomé conciencia de la leve desilusión que me provocó no encontrar en el texto ninguna descripción del lugar físico donde Woolf escribía. Que no hiciera la menor referencia a su hábitat de escritora, a esa habitación en la que yo ansiaba encontrar el tintero a punto de desborde, sobre la mesa del secreter, junto a la estilográfica que habrá sido, o será, rematada por una suma muy superior a la que pudo haber llegado a fantasear su dueña, el cuaderno tal vez sin renglones pero forrado de cuero, un pequeño jarrón de bronce con discretas flores silvestres y al fondo una biblioteca sencilla que despide el aroma de su noble madera…
En algún recóndito y mal reputado lugar de la mente guardamos todavía la infantil idea de que los objetos absorben algo del alma de las personas que estuvieron en contacto con ellos, especialmente si dichos objetos forman parte de la intimidad de sus dueños. Vestigios de un pensamiento arcaico, animista y absurdo, pero vigente pese a todo.
Acerca de los grandes nombres uno tiene permiso para imaginar toda clase de cosas, en primer lugar las más frívolas. Porque esos nombres suenan a través de la rimbombante orquesta de la cultura cumpliendo la función de transmitirnos ciertas sensaciones y llegando, en ocasiones, a provocar un estruendo tal que puede hacernos desconocer incluso los datos más elementales de la propia experiencia. Es posible olvidar que el viaje emprendido por el escritor en alas de la escritura hace que todo lo que está a su alrededor desaparezca. Y también olvidar hasta la veta más emocionante de escribir, que es precisamente el transporte a otro lugar, a un escenario caracterizado por la levedad, radicalmente opuesto a la vida real donde los cuerpos pesan y encallan.
Ante la prosaica computadora, en mi sucucho de trabajo, evoco ahora a Woolf paseando por la campiña, descansando por momentos sobre el césped, y lanzando su reflexión sobre el mundo de las letras inglesas, en el cual ella es uno de los más ilustres residentes. Caigo en la cuenta de que la “habitación propia” antes que un espacio es un tiempo, el de la realización de la escritora; la dimensión de la escritura.
Virginia Woof, Foto de Ottoline Morrell, 1926
Pero en Una habitación Woolf no sólo omite cualquier información acerca de las características de su estudio, tampoco hace mención a sus propios libros. ¿Es posible no percibir en el título “Una habitación propia” cierta ironía, siendo que el texto refiere explícitamente a “la enorme literatura de confesión y auto análisis” y al interés sobre la vida privada del artista que desde el siglo XVIII tiene lugar en Occidente en perfecta connivencia con la total indiferencia del mundo respecto de si el artista se realiza o se frustra? ¿Acaso la decepción que el título puede producir en un lector ingenuo no ha sido calculada? ¿No será que dicha decepción cumple la función de re-direccionar nuestra lectura?
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Virginia pertenece, en primera generación, a la era del psicoanálisis. Ella sabe que no hace falta decir “yo” para que la propia subjetividad aflore. Es más, ella sabe que no es posible ejercer el arte de la escritura sin el fluir de la propia subjetividad, subjetividad que uno ni maneja ni conoce más que a gatas, y cuyo fluir siempre conduce hacia un lugar en el cual el yo se pierde. No ignora que los personajes son en cierta forma el propio escritor, pero a la manera de los elementos que componen la escena de un sueño. Es claro que Woolf está advertida de que en relación al yo lo fundamental es distinguir sus camelos.
No me privaré del placer de incluir respecto del yo y la escritura un par de citas jugosas: “Yo es sólo un término conveniente para alguien que no tiene existencia real”, “en la sombra de la letra ‘I’ –en inglés: yo- todo es amorfo como la niebla”. En otro pasaje se queja de que cuando la letra que representa al yo predomina en un texto su aridez la sume en el aburrimiento. (Curiosamente casi un siglo después existen todavía, en algunos rincones del planeta, “críticos literarios” que siguen confundiendo el yo con la subjetividad y proponen ideas tan absurdas como que sólo es posible decir la verdad cuando se enuncia en primera persona… Pero no quiero irme de tema.)
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¿Es el autor algo ajeno a los personajes que va creando? ¿Podría ser el autor algo más que sus personajes sin convertirse en un personaje él mismo? ¿Podría convertirse a sí mismo en un personaje determinado sin perder la posibilidad de encarnar todos los otros personajes que su deseo le prometa? No lo parece.
El autor sólo puede desarrollarse a partir de un núcleo vacío, o locus nascendi de cada elemento de su obra. Y ello es así no porque, como algunos fatalistas pretenden, en Occidente se ha dicho ya todo cuanto era posible decir, sino que la propia posibilidad de decir, oralmente o por escrito, depende de la capacidad del artista para mantenerse abierto, inacabado, ignorante y deseoso respecto de lo que le falta.
También conviene al autor permanecer, dentro de lo posible, al margen de las formas en que sus libros pueden ser leídos, ya que sus obras tienen un destino propio e independiente. Me doy nuevamente el gusto de citar a Woolf sobre el poder de sugestión de las obras literarias: ”cuando uno acoge en su mente una frase de Coleridge ella explota y da nacimiento a todo tipo de ideas nuevas, y ésta es la única clase de escritura acerca de la cual es posible decir que lleva el secreto de la vida perpetua”.
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Las citas son de mi traducción.
Sobre la vida y obra de Virginia Woolf contamos en español con el monumental libro de Irene Chikiar Bauer: Virginia Woolf. La vida por escrito.