Si, como Freud demostró, la palabra surge precisamente allí donde el otro falta, si la función del lenguaje humano es negar esa falta, la escritura se especializa en embellecer la presencia alucinada, afirmando su existir. A punto de llevar mi jardín a su expresión mínima, recojo un par de textos escritos en diferentes momentos, esperando que dialoguen. (A lo mejor un día recopilo fotos de mi pequeña aventura por el reino vegetal. Incluso podría engarzarlas mediante alguna idea que me dicte la lectura de unos libros sobre jardines con los que todavía no me animo.)
1. Desde el jardín
Cuando Chance the Gardener es obligado a abandonar el jardín donde había transcurrido toda su vida y abre la puerta, sale directamente a un barrio atestado de mugre, con gente que vive en la calle y pandillas de adolescentes resentidos. El contraste entre el mundo del jardín y la realidad exterior no puede ser mayor.
Peter Sellers como Chance The Gardener en “Being there”,
película basada en la novela de Jerzy Kosinski
El jardín privado es un espacio de espaldas al mundo, que encarna la paradoja de una naturaleza artificializada. El cuidado del jardín constituye tanto una operación de control como el ejercicio de una utopía, que coloca al jardinero en posición de Creador. Chance no necesitaba nada más que su jardín, aparte de la pantalla del televisor.
La Real Academia Española enseña que “jardín” es un término tomado del francés “jardin”, que a su vez proviene del francés antiguo “jart” (huerta), y éste del franco “gard” (cercado). El jardín es el espacio delimitado no ya para fines productivos sino para regocijo del alma. Su existencia responde al deseo de un goce estético. La propia idea de jardín remite en primer lugar a la naturaleza humana, a la cultura.
Yo también me crié en un jardín, aunque no tan al pie de la letra como Chance. Y quise criar a mi hijo en un jardín. Pero al cabo de diez años de luchar, infructuosamente, por convertir el terreno del fondo en un jardín florido, me declaro vencida. Soy tan incapaz de erigirme en la jardinera de mi jardín como los burgueses de “El ángel exterminador” de cruzar el umbral de la habitación en que se pudren sus buenas costumbres. Tan incapaz como el personaje kafkiano de abrir las puertas –abiertas- de la ley.
Pero… ¿qué es ese jardín que me rehúye? El jardín perfecto es la cosa acabada. Simboliza una idea –propia de la pequeña burguesía poco imaginativa- acerca de la felicidad. Es sorprendente la regularidad e insistencia con que una buena porción de uruguayos cortan y riegan el césped de sus casitas de balneario –incluso durante los períodos de sequía, cuando se exhorta a la población al ahorro de agua…-. El jardín prolijo, la casa ordenada, la conciencia tranquila…
El jardín es un espacio de materia vegetal cuyo sentido surge de la contradicción con el cemento circundante. Es una suerte de transacción, producto de cierta represión. Las excepciones lo demuestran con claridad: mi padre llevaba su jardín en un estilo sauvage. Dejaba que las plantas pelearan unas contra otras por la tierra y el sol. Pero el jardín funcionaba de acuerdo con las reglas de su jardinero, como sucede en todos los casos.
No hay jardín cuidado que no implique una lucha contra las fuerzas de la naturaleza: las especies que amenazan desde el reino animal, el crecimiento del follaje, la sequía, el sol rajante, los vientos arrasadores. E incluso contra la naturaleza humana: los transeúntes que roban y rompen tus plantas –hasta los malvones me han arrancado de cuajo en el frente de casa- y, lo peor de todo: la pereza del jardinero que no se dedica al jardín como debería.
Hay una épica en juego. La conquista del jardín, como en el mítico Edén, tiene como condición sine qua non la expulsión de sus habitantes originarios. Es menester emprender la cruzada, usando armas químicas de ser necesario, contra toda suerte de gusanos –especialmente los bichos peludos-, babosas y caracoles, hormigas, y una diversidad de pestes imperceptibles excepto por sus efectos. Hasta los pájaros se vuelven enemigos si uno pretende llevar adelante un huerto –la única frutilla que alcanzó a madurar en nuestro malogrado huerto desapareció como por arte de magia-.
El jardín es una forma de disciplinamiento de la vida vegetal, la realización de nuestra ilusión de control de esos seres vivos que difieren radicalmente de nuestra animalidad. Hacer un jardín implica manipular, mutilar, estimular y efectuar otras operaciones sobre unos seres que poco o nada se parecerían a lo que pretendemos de ellos, si dejáramos al curso de su naturaleza manifestarse libre de nuestra intervención.
Diseñar y mantener un jardín, responde a cierta ideología de lo bello y lo bueno, que obliga a discriminar unas plantas de otras: estos son despreciables yuyos a exterminar, aquellas las especies elegidas para conservar. Desde cierto punto de vista, hacer un jardín constituye un acto violento; violencia más solapada cuanto más efectivo sea el resultado, más prolija la apariencia conseguida. Pero una violencia que –a fin de cuentas- se debe asumir, porque ¿cómo vivir sin espacios verdes!
En otra dimensión, el jardín es la desmentida de que la naturaleza vegetal fue desterrada de nuestras ciudades. Es un intento frustro de “reintegrarla” a nuestras construcciones. Pero dicho reintegro requiere vigilancia. Apenas nos descuidamos, nuestro amable jardín evoluciona hacia otra cosa.
En las ciudades hay plantas que nacen sin permiso, entre las grietas de los muros y sobre los techos. Son brotes rebeldes.
Una de las cosas que más me gustan de mi barrio en Montevideo es que casi todas las casas tienen espacios verdes. Asunción del Paraguay es un gran jardín, de cada rincón sale una planta. En los balcones de Buenos Aires, aunque estén a la intemperie, las plantas son como de interior.
El primer apartamento de mis abuelos tenía un balconcito inaccesible a la gente. Allí sólo cabían plantas. Yo estaba autorizada a destruir parte de ellas. Las flores de azúcar se aplastaban muy bien entre pulgar e índice.
Cuando aún creía en la posibilidad de tener mi jardín, algunas noches de verano organizábamos verdaderas expediciones para oler las flores de la novia de la noche. Llegaron a abrir media docena al mismo tiempo. El año pasado contraté a un jardinero para que organizara el fondo; por descuido, taló la planta.
Hay que asumirse como el jardinero del propio jardín. O renunciar a él.
Estoy decidida a vender el fondo a mi vecina y terminar con los problemas de conciencia. El “pasto” tiene más yuyos que gramilla. Las calas llegan al jarrón picadas por los caracoles. En el huerto, el perejil crespo –único sobreviviente- pide a gritos que lo salve de la invasión de vegetales no deseados. En tanto yo permanezco en casa, tomando mate y escribiendo.
Si me deshago del fondo, igual me queda la azotea, en la que se pueden construir canteros. E incluso es posible colocar césped. No, mejor no. Porque entonces todo comenzaría de nuevo...
(Publicado originalmente en lissardigrynbaum.blogspot el 14/8/2014)
Addenda: El fondo lo vendí anteayer.
2. Un capítulo de La conquista del deseo
Ni las flores ni las plantas eclipsan la angustia de un corazón adolescente, apenas uno adulto, pero la belleza cumple una función respecto de la angustia cuando se impone y de alguna manera la supera; compite con ella, aunque no pueda eliminarla o disminuirla.
Hoy me conmueve la aparición de una flor en una planta con la que he vivido, en la que he puesto esperanzas, a quien he defendido de los bichos y protegido de mis propios límites para cuidar. Me emociona también la belleza de flores que se ofrecen a la mirada de los transeúntes; vivo en una ciudad donde todavía no están tapiados los jardines, en la que es posible realizar agradables caminatas. Y también aprecio las que se abren paso en la vegetación silvestre pese al exceso de viento y de sol.
Esa cualidad mágica de la flor, aparecer donde nada había, y dejar un fruto. Poder abrirse en el momento más inesperado, desarrollando su ser con belleza efímera, como un conquistador realiza escenas de la fantasía. El empuje con que avanza un tallo, una hoja, una rama, una raíz aérea, puede suscitar mi alegría madura.
Por entonces las flores capaces de atravesar mi capullo adolescente eran solo aquellas dulces y agresivas. Jazmines, madreselvas -por cuyo néctar competía con los guitarreros-, jacintos, violetas, junquillos, la esplendorosa novia de la noche.
También apreciaba las rosas, ¿quién no? Me gustaba pensar en las que Edi me regaló y conservé una vez marchitas, como animales disecados de cuyo ADN puede rebrotar la vida. Estorba mi recuerdo que le hubiera regalado un ramo de rosas a mamá también, aunque comprendo la maniobra –sobre esto volveré-.
Mi abuela era adepta a las hojas dibujadas y coloridas de las cretonas. Tenía una verdadera colección en el patio. Las atendía a diario, regándolas y extirpándoles las flores para favorecer el despliegue foliáceo. Crecían como las habichuelas de la fábula. Eran su orgullo y la envidia de las escasas visitas -sus amigas iban muriendo de viejas y a partir de cierta edad no se fundan amistades-.
Aunque yo no comprendiera su belleza de animal camuflado, ojuelos y orejas amenazantes en los contrastes del fucsia con el verde, apreciaba la mancha colorida que alejaba el muro de ese patio pequeño, fondo de un pozo de aire, sede de la claraboya que iluminaba el garaje de planta baja.
Aun si cercano a la rambla portuaria, el viento no entraba en aquel recinto. Abuela colocaba sus plantas frente al ventanal del living en varios estantes escalonados, estructura improvisada por mi abuelo –el hombre de las soluciones prácticas-, pionera inconsciente en la moda de jardines verticales. Los habitantes del apartamento estábamos para ellas en una vitrina, ante la cual, ordenaditas según grado de esplendor en su platea, tenían derecho a contemplarnos –de ser posible, aplaudirnos-.
Por la noche, cortinas que iban del piso hasta el techo y de una pared a la opuesta, tapaban los vidrios. Sobre fondo verde oscuro destacaba un floreado de grandes dibujos. (Como el sobre-cuadro erótico de André Masson cubriendo el sexo de El centro del mundo, la máscara semeja el rostro.) Nunca deben faltar las flores. La huerta devenida jardín es el triunfo de la dedicación vegetal al ocio. La trabajadora rural promovida al estatuto de ama de casa urbana.
Peleé el espacio con esas plantas cuando era chica, pretendiendo el patio libre para jugar durante las eternas horas veraniegas; perdí, ellas eran las predilectas. El espacio entero de la casa de mis abuelos estaba destinado a quedarme chico y lanzarme al mundo externo. Pero aun hoy, si no duermo la siesta, la modorra en las tardes calurosas me trae imágenes de aquel lento transcurrir en lo de mis abuelos, lleno de fantasías para el futuro. Todavía soy capaz de querer lo que no tengo ni tendré, es la marca de mi nobleza.
Papá criticaba por atrás a la suegra acusándola de castrar a las cretonas, al atrofiar las flores naturales en favor de las falsas, desarrollando criaturas con olor a solterona; como si perder los hijos fuera su culpa. Papá actuaba su rol de yerno con vívida intensidad. Una planta yerma es un yuyo, sentenciaba –la mala hierba debe ser arrancada-. Por eso también combatía los helechos, que a mamá le gustaban y criaba contra la voluntad de él.
Sin embargo papá toleraba los cactus pues, aunque pinchudos, secos y duros, son capaces de floración -algunos excelsa-. No le importaba que dichos fito-artefactos permanecieran sin producto durante trecientos sesenta y cuatro días de corrido, si al siguiente florecían.
Mi abuelo no opinaba sobre el reino vegetal, como no lo hacía respecto de casi nada, no se autorizaba. De los otros tres miembros de mi familia aprendí a percibir la vegetación no como simple materia decorativa sino en tanto individuos con espíritu propio y distintivo, especialmente dúctiles a la fantasía.
No por jugarse en las superficies la decoración es asunto simple, encierra universos cargados, en el mínimo objeto o su ausencia. Cada persona es un tonel de creencias estético-filosóficas que, en el mejor de los casos, se pelean entre sí como gatos dentro de una bolsa. Papá profería sus convicciones con una vehemencia digna de causas mejores, como un náufrago insolado que se aferra al mástil roto de su embarcación. Hubiera necesitado un público mayor para sus elucubraciones, mamá y yo más bien le rehuíamos. Conocíamos su repertorio.
Pero él pasaba por arriba de nuestra indiferencia. A falta de viento buenos son los delirios; si no habilitan la navegación, ilusionan. El speech de papá daba vueltas en redondo, encallando siempre en las mismas rocas. Con humor sospecho cierto simbolismo vinculado a los hijos y su falta. La falta de hijos y los hijos identificados en el lugar de una falta imposible de pagar. (Pero no me voy a divagar en interpretaciones y perderme de aquellos escenarios.)
La razón práctica encubre y estimula muchas conductas de dudosa utilidad. Yo misma desenterré plantas que atraían a los bichos peludos y planté árboles para invitar a los picaflores. Con éxito. Malogré mi pequeña huerta junto a la cocina en manos de las babosas. (¡Oh! Nada de eso interesa, voy tras la poesía de la mirada adolescente de Iara. Sin embargo, ella se aburría demasiado con eso mismo que hoy, estando en falta, la alucina…)
También fui descubriendo las modas que afectan al reino vegetal. Basta con salir de Montevideo para reencontrar laureles de jardín y hortensias. En su lugar la ciudad albergó hibiscos, con su floración reminiscente de paraísos donde las mujeres llevan el cuerpo libre. En cambio las pobres dalias cayeron en un anacronismo casi absoluto, fuera y dentro de nuestra metrópolis.
A mi pesar, muchos años después, sucedió que mis propias plantas se multiplicaran y crecieran de forma abrumadora, se deformaran y apestaran, convirtiéndose en mugre. ¿Dónde está el límite entre la planta decorativa y el matorral? Por lo demás, la tendencia al exceso es también una característica que se hereda.
El tema vegetal puede peligrosamente sacarme del relato que persigo. Sin embargo ha introducido ciertos matices precisos en las relaciones del elenco familiar. Papá y la abuela en primer plano, más atrás mamá, y el abuelo al final. El abuelo, callado al límite de la mudez, negado a dominar la lengua española, entregado al afecto. Mamá, lo contrario.
(Tomado de La conquista del deseo, los libros del inquisidor, Buenos Aires, 2021)