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Ana Grynbaum - ¿Qué se hace con las cosas? Lo personal es antropológico

El texto de mi exposición en la primera reunión del conversatorio Los objetos al límite de su desaparición.


El desmantelamiento de la casa donde estuvo mi primer hogar, tras la muerte de mis padres, me llevó a una confrontación con el objeto material de ribetes épicos. Dicho objeto se presentó como un monstruo de supernumerarias cabezas, pies y colas, que podían independizarse para devenir seres inefables. Me llevó a una de esas experiencias que no terminan cuando todo indicaría que terminaron.



Al hacerse uno cargo de las pertenencias de quienes murieron, se comienza por experimentar algo así como la culpa del profanador de tumbas. Solo en el orden social ser el heredero legitima la intromisión. Lo que queda de un difunto es -de alguna manera- un despojo, algo asimilable a una parte de su cuerpo que permanece en la huella.


La violencia de meterse con lo ajeno se agrava en el caso de personas que fueron especialmente celosas de sus pertenencias. Peor aun cuando esas personas impusieron al entrometido la prohibición de tocar, de poner sus manos sobre esas mismas cosas con que las circunstancias le obligan más tarde a lidiar.


Por otra parte, a ojos vista, mis progenitores obedecían a otro mandato: la prohibición de tirar. Sin entrar en las características de su personalidad, cabe recordar que pertenecieron a un mundo mucho más material y analógico que el nuestro. Los objetos se manipulaban como ahora se digitan las cifras.


Las viviendas clasemedieras disponían de suficiente espacio para estibar todo lo que pudiera servir en algún tipo de futuro. La era de lo descartable no llegó a tiempo para evitar que mis padres preservaran, al por mayor, cucharitas de plástico y bandejitas de espumaplast, usadas y lavadas, por nombrar solo dos ítems. Y ello sin la menor conciencia acerca del sufrimiento de las ballenas. Aunque sí con la vivencia fresca de una Europa hambreada y en guerra. En el trasfondo de la prohibición de tirar lo que se encuentra es el imperativo de no desperdiciar los bienes escasos.


Lo cierto es que a mí, única hija de hija única, me tocó reducir una gigantesca cantidad de objetos, pertenecientes a dos generaciones: la de mis padres y la de mis abuelos maternos. Y me encontré de pronto ante la titánica tarea de clasificar esas cosas y esos pedazos de cosa -pues los fragmentos de lo que se rompía solían ser guardados para reunirse en algún punto de la eternidad-.


***


La cantidad se potenciaba con el desorden y los amontonamientos. En medio del caos, algunos objetos se me presentaron cual apariciones extraordinarias. Así el retrato de mis abuelos en su boda. Por motivos que ya no podré sondear, estaba escondido tras un sillón en la biblioteca, como agazapado a la espera de su rescate. No pude sino colgarlo en la cabecera de mi cama.


Contemplo el retrato a diario sin llegar a comprender cómo es que ocupa ese lugar. Mi incertidumbre gira en torno a la paradoja de que, en tanto cliché, muestra a mis abuelos bajo un disfraz que los borra como personas. Son idénticos a todos los novios retratados en la época y a la vez son mis queridos abuelos. Por lo demás, tirar su foto sería matarlos después de muertos, un doble crimen imperdonable.


El deseo de misterios me mantuvo en vilo durante buena parte de la expedición. No aparecieron las cartas de amor de un novio argentino de quien separó a mi madre el primer peronismo, pero cayó en mis manos el comienzo de una novela de puño y letra de mi progenitora... Ni rastro de la picadora de carne a manivela, que encarecidamente le pedía y ella me negó, pero encontré su foto recitando en el patio de la escuela, de la que yo me había burlado tanto. No apareció el anillo de oro con las iniciales de mi padre, ni la lata de cine donde escondían la plata chica, ni las herramientas, pero estas desapariciones fueron simple robo. En resumidas cuentas, ningún secreto espectacular se reveló.


En cuanto a las fotografías halladas, fueron a parar todas a mi maleta mayor -prosaico sustituto del arcón-, la cual resiste en el cuartito del fondo de mi actual morada. En algún momento, la abrí para -de inmediato- volver a cerrarla. Creo ser yo quien mantiene a las imágenes confinadas, pero tal vez sean ellas las que se atrincheran tras la prohibición de mirar…


***


Por encima de la parálisis ante los múltiples mandatos (no mirar, sumado a no tocar y no desperdiciar), se impuso la necesidad de vaciar la casa cuanto antes para poder venderla. Unida en el plan inmobiliario viajaba la intención de vender mi propia casa y comprar un apartamento al cual mudarme con mi familia actual. El apartamento al que finalmente nos mudamos no dispone ni de un locker para la estiba, jibarizar los contenidos del hogar paterno fue una acción ineludible.

 

Unas pocas obras de arte y antigüedades entraron en mi peculio de inmediato. Aparte de ellas, hube de tomar un largo y sinuoso camino para decidir qué salvar y qué perder. Varias visitas transcurrieron conmigo mortificada por la responsabilidad, dando vueltas entre los escombros en busca de un criterio clasificatorio para legitimar el gran sacrificio.


Los criterios se empujaban desde lógicas en pugna. Objetos útiles y ornamentales, valiosos y desvalidos, sanos y rotos, vigentes y vencidos -varias botellas de licor no viajaron a ultratumba-. En fin: objetos queridos, odiados e indiferentes.


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Comencé por lo útil, que cuenta con la ventaja del garante externo: servir para algo. Como si tuvieran doble fondo, de los muchos armarios salieron piezas de vajilla que nunca había visto durante los veintidós años en que habité esa casa, ni en las varias décadas que regresé de visita, aunque allí debían estar.


Algunas me las quedé, tuve que destinarles un aparador entero. Entre ellas, las copas de vino, de las cuales, al cabo de un par de años de uso, sobrevive la mitad. Varios juegos de vajilla viajaron hacia las cocinas de amigos y conocidos.


Fue algo más que extraña la sensación de estar desprendiéndome de lo que, habiendo estado en mi casa, debió haber sido mío cuando no lo fue. Significó poner las manos en algo tan vedado que estaba escondido hasta de mi conocimiento. Transgredir el tabú no dejaría de acarrear consecuencias...


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Lo útil derivó hacia distintas subcategorías. Entre ellas, lo que fue útil para una cultura que ahora está en vías de extinción. La imagen del desmantelamiento me pareció justa para iniciar este relato dándole su tónica. En lo literal, la cantidad de manteles que encontré correspondía a un concepto de gran familia sentándose a la mesa diariamente. La ropa de mesa se empleaba tanto

para proteger el lujo de la madera como para cubrir la pobreza de la cármica.


Me apropié de varios manteles, aunque uno solo me alcanzaría para los pocos eventos anuales del presente. El centro de mesa de mis abuelos, antiguo plafón modificado, quedó por el solo hecho de haber pasado por sus manos infinidad de veces. Lo utilizaban como bandeja de entrada de cartas y recibos. Nosotros depositamos todo lo que no sabemos dónde poner: pilas, pipetas pulguicidas, lentes viejos.


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Pero ¿cuál es el nervio de este discurrir? ¿Añoro la mesa con mantel? No, no se trata de eso. Hay una poética de las cosas materiales, que emana de cada objeto cuando se lo aísla de su función para interrogarlo sobre el trato que tuvo con ciertas personas. Ellos adquieren especial protagonismo cuando sus dialogantes están, en lo material, ausentes para siempre. Esas cosas son lo que innegablemente queda de ellos.


Tal vez la casa de mis padres aspirase a ser el museo de la vida cotidiana de sus habitantes, pero a diferencia de “La casa de la vida” de Mario Praz -hijo de banquero- nuestro remedo de aristocracia entraba en el kitsch con las cuatro patas. Con las cuatro patas mis padres se revolcaban en el chiquero de su imitación del buen gusto y ahí tuve que empantanarme yo también.


Respecto de la tonelada de ornamento, en la bizantina discusión ente lo bello y lo feo, tuve la ocasión de experimentar en carne propia la seducción del mal gusto. Así fue como no pude despedirme de unos jarroncitos de cerámica dorados, con escenas galantes, que terminaron en la biblioteca más visible de mi actual domicilio.


De ninguna manera creo haber sido capaz de convertir el kitsch en camp. Directamente me dejé tentar por la hermosura de lo feo. 


***


En cuanto a ropa y zapatos, todo fuera. Solo guardé alguna chalina. Siempre me fascinó un chal blanco, tejido a crochet por mi madre, que no hallo la ocasión de vestir -es como para una dama antigua-.


Vender no era una opción. Todo lo que no me quedé y tampoco tiré, fue regalado. Si hubiera cambiado aquellas cosas por dinero las habría convertido en meros objetos de consumo. Profanar la gran tumba ya era suficiente sacrilegio, no podía permitirme además el lucro. Una cosa era vender la casa y otra, los objetos que la habitaban y, en teoría, se podían salvar…


***


Dado que el tiempo transcurría y yo seguía empantanada, finalmente apelé al juicio sumario. Si me hubiera tomado en serio el destino de cada una de aquellas cosas, seguiría hundida bajo su peso hasta el día de hoy. Tuve que traicionarlas.


El quantum de lo heredado que devino basura podría convertirme en objeto de su venganza…


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LISSARDI & GRYNBAUM

Lissardi & Grynbaum es un blog sobre literatura, arte y cine desde la perspectiva de los autores uruguayos Ercole Lissardi y Ana Grynbaum

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