Me cuesta decir que no cuando me invitan a realizar una lectura de mis textos en público. Puesto que inevitablemente el trabajo del escritor sucede dentro de su burbuja personal y privada –al resguardo de su torre de marfil o su covacha-, leer ante un auditorio es una de las rarísimas instancias en que puede estar cara a cara con los “lectores”, y percibir, de primera mano, las reacciones que su relato produce en ellos. Es como si leer para otros permitiera ver al texto funcionando, al texto vivo, actuando, haciendo su camino en el mundo.
Escritores en vivo, Librería Purpúrea, Montevideo, 2014
Los efectos del relato se muestran en la cara del público. Tanto me atrae mirar las caras de quienes me escuchan que, en ocasiones, casi sin darme cuenta, sucede que dejo de leer y termino contando la historia tal como me viene a la punta de la lengua. Ignoro si los relatos resultan así beneficiados o perjudicados.
No puedo evitar cierta vaga culpa por no respetar la palabra escrita. O peor, la mala conciencia de haber utilizado mis textos arteramente, con el propósito egoísta de conseguir ese encuentro mágico. De utilizarlos en el peor sentido del término, convirtiéndolos en objetos útiles, propicios para un fin ajeno a ellos.
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También me da mucho gusto escuchar algunos escritores leyendo sus obras. “Bienvenido Bob” en la voz de Onetti hizo que accediera a la hermosura del texto por primera vez –seguramente mi edad actual contribuyó no poco-. La respiración asmática de Lezama Lima leyendo “Paradiso”, la irreverencia desplegada en la voz de Nicanor Parra recitando sus antipoemas, hacen que los textos adquieran otras dimensiones, que nos estremezcan. Por otra parte, escuchar a ciertos escritores ayuda a comprender por qué uno los detesta –Neruda, por ejemplo-.
Los textos leídos por sus autores nos embarcan hacia el origen de la literatura, su etapa de transmisión oral, a la frescura y el nervio de la comunicación presencial, directa. Claro que cuando encontramos nuestras voces favoritas en la Red, aunque no estemos cara a cara con el artista, es de todos modos posible sentir sus vibraciones, e incluso revivir, de cierta manera, a los muertos.
L'Hôtel de Rambouillet, François Hippolythe Debon
La lectura en voz alta es un acto creativo, recrea el texto en un nivel inédito. No se trata simplemente de hacer sonar la cosa escrita, como si se tratara de un títere en el cual bastara meter la mano y moverla. Necesariamente, para que la lectura cobre vida, tiene que aparecer en ella algo nuevo, un valor agregado, algo que se produce en cada acto, único e irrepetible, de la lectura.
Será por eso que no puedo leer mis textos sin transformarlos. Traicionar lo escrito parece condición sine qua non para el despliegue de la lectura como acto creativo. Ante la perspectiva de la puesta en escena, surge la tentación de “mejorar” la pieza. Muchos artistas no pueden dejar de retocar sus obras. Famoso es el ejemplo de Genet reescribiendo “El balcón” para cada una de sus ediciones. Conocidas son las anécdotas de pintores, como Turner, que retocaban sus cuadros estando éstos ya en exhibición. Los retocaban clandestinamente, por detrás de la mirada de los vigilantes, agregándoles alguna pincelada que de pronto encontraban fundamental; a la manera de un artista contemporáneo que realiza “intervenciones”. Sin embargo, en el terreno de la música, versionar y re-versionar obras propias y ajenas, lejos de resultar llamativo, constituye una de las prácticas más comunes.
¿Qué artista que se precie puede permanecer fiel a la obra plasmada? Si estuviéramos en época de manifiestos diríamos: Traicionar la obra acabada es para el artífice una obligación; copiarse a sí mismo, la muerte. En tiempos de auto-cuestionamiento nos preguntaríamos qué falta intentaremos ocultar con tantas justificaciones. A fin de cuentas, dar por terminada una obra es sólo decir basta.
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Espero que no me acusen de psicoanálisis barato si propongo –lo que, por otra parte, una vez pensado resulta evidente- que el origen de la pasión por la lectura en voz alta se encuentra en los cuentos de la infancia. Aprendemos a leer escuchando la lectura de nuestros mayores.
Sabido es lo activo de esa escucha infantil, que a menudo reclama que el relato vuelva una y otra vez igual a sí mismo, que brinde esa ilusión de permanencia, de estabilidad, del eterno retorno de un conjunto de palabras ordenadas, universo en armonía. ¡Contamelo otra vez, pero sin cambiar nada!
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Las primeras veces que leí para mi hijo fue de día. Cuando decidimos empezar a dormirlo con cuentos, compramos una veladora y la pusimos como para que la luz cayera sobre el libro que sostendría yo sentada en su cama. La primera noche, apenas acomodados, el principito ordena: Ahora, apagá la luz. Y a oscuras le fui contando las historias que recordaba.
La condición de estar a oscuras se convirtió en una constante noche tras noche. Muy pronto se me terminó el repertorio de los cuentos de mi memoria y, como Marcelo exigía cada vez relatos nuevos, me vi en la necesidad de inventarlos. Por eso, la narración avanzaba siempre hacia delante, hasta empujarnos –frecuentemente a los dos- en brazos de Morfeo.
No puse por escrito ninguna de aquellas efigies sonoras, se perdieron entre las sombras del dormitorio infantil, en los agujeros negros de aquel firmamento de estrellitas fluorescentes que habíamos pegado sobre las puertas del placar. Sin embargo, ese dispositivo de producción de relatos desarrolló mi potencia narrativa como ningún taller literario podría haberlo hecho. Aquel espacio oscuro se convirtió en una verdadera fábrica narrativa, cuyas chimeneas humeaban durante un buen rato, en cada una de las 365 noches del año.
Cada noche, hasta el momento en que apagábamos la luz, no tenía yo la menor idea acerca de qué cosa habría de contar. A menudo Marce proponía el tema o lo censuraba. Pedía que retomara sus personajes favoritos. A veces se acordaba de personajes nacidos durante las noches pasadas de los que yo ya ni tenía registro. Frecuentemente me daba letra para la historia que deseaba. Pero ninguno de los dos sabía a qué tierras nos llevarían los relatos hasta llegar a ellas.
Hubo tiempos en que los protagonistas eran animales domésticos y otros en que la peripecia la protagonizaban niños extraordinarios, familias peculiarísimas, héroes tambaleantes pero finalmente afortunados. Había muchos viajes y numerosas vueltas pero, invariablemente, terminaba sucediendo lo más improbable, lo más feliz y lo más hermoso. Como corresponde.
Aunque no conservemos de aquellos relatos un recuerdo preciso, ni mi hijo ni yo, la curiosidad que caracteriza a Marcelo no puede ser ajena a la fascinación con que tantas veces emprendimos, juntos y casi invisibles, aquel narrar a la deriva.
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Leer, grabar y escucharse constituye uno de los ejercicios más provechosos para aprender a escribir o mejorar la escritura. Escuchar el relato tal como suena, como viene desde afuera de uno mismo, permite detectar su fuerza y corregir sus debilidades.
Lamentablemente, por lo general, no me tomo el trabajo de escuchar todo lo que escribo antes de publicarlo. Si lo hiciera escribiría muchísimo menos, aunque, posiblemente, bastante mejor y con un ahorro de papel importante. Pero cuando, obligada por las circunstancias, me pongo a detectar la voz de mis personajes a través de la mía, resulta de ello una comprensión nueva de su naturaleza más íntima.
Hace poco fui invitada a leer en un espacio que se definía como “femenino”, instancia para la cual confeccioné una suerte de popurrí de retratos de mujeres en mis obras de ficción. Para que la guirnalda de textos funcionara en su heterogeneidad tenía que encontrar la forma de comunicar con mi voz –mi voz de nariz tapada- la particularidad de cada fémina.
Al principio me costó leer a Marina (“Bitácora de una persecución amorosa”), es que con el tiempo se va diluyendo esa intimidad entre autor y personaje que se establece naturalmente durante la escritura. Tuve que meterme en los estrechos zapatos de Marina para lograr que sus enunciados cobraran algún sentido.
La rampante inocencia del tono de Norita debía ser la explicación de su caída libre por el tobogán de la locura materna (“La cuchara universal”). La desfachatez Yenny tenía que desprenderse de su forma de hablar acerca del “método” que inventó para levantarse a los cadetes del supermercado (“Calidad bajo sospecha”). Había que hacer sonar bien distinto el atrevimiento real de Yenny de la nube de pedos –perdonen la expresión, pero es ésa- en que navega la futura Primera Dama de Hache (“Un escritor acabado”). La voz de Iaír describiendo a Miriam debía mostrar, a un tiempo, cierta distancia y la inminencia de que esa distancia será abolida (“El hombre que pudo haber sido”).
Cuando se lee “para adentro” las voces se producen de forma automática; al tener que leer para otros, se vuelve necesario tomar conciencia de lo que es cada personaje en su esencia, de lo que no puede faltar para que la voz transmute hasta convertirse, efectivamente, en la carne de los personajes.
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Resulta curioso descubrir que una persona tan tímida como Kafka disfrutara tanto de la lectura en voz alta, que acostumbrara leer para sus familiares y amigos, e incluso que realizara los esfuerzos necesarios, cuando se le presentaba la ocasión, para enfrentarse a un público de gente desconocida.
Conviene tomar en cuenta, como informa Stach en su biografía, que en las primeras décadas del siglo XX la lectura pública era considerada un componente de la profesión del escritor. De hecho, por la época en que Kafka viaja a Munich para realizar su única lectura fuera de Praga (10 de noviembre de 1916), Thomas Mann se encontraba de “gira de lectura” por distintas ciudades alemanas.
A pesar de que llevaba dos años sin escribir y un año y medio sin leer en voz alta -ni siquiera para el círculo de sus íntimos-, a pesar de que la invitación había sido inicialmente dirigida a Brod, e incluso pese a los engorrosos trámites exigidos para cruzar la frontera en plena guerra, Kafka no dudó en participar del ciclo de lecturas en la galería Goltz de Munich.
El texto que escogió para la velada literaria fue “En la colonia penitenciaria”. Y ello siendo que su editor, Kurt Wolff, había expresado reparos en publicarlo. Subraya Stach que ese cuento le hacía a Kafka sentirse un verdadero hombre de su época, a diferencia de otros textos suyos -quizá la mayoría-, que consideraba como absolutamente personales. Cuando Kafka rechazó la contrapropuesta de Wolff de agrupar “En la colonia penitenciaria” junto con otras narraciones -como para que marchase en el montón-, también le comunicó al editor, “desafiante”, que pronto estaría leyendo el texto en público en Munich.
La lectura de “En la colonia penitenciaria” tuvo lugar ante varias docenas de personas, entre las que había escritores, Rilke incluido, y críticos, además de Felice Bauer, la eterna novia de Kafka. Al día siguiente de la lectura Kafka encontró críticas negativas en tres diarios, tras lo cual –muy sensatamente- desistió de seguir buscando repercusiones en otros medios.
De acuerdo con los testimonios, él mismo expresó después de la lectura que no debía haber leído su “sucia pequeña historia”. Pero ya estaba hecho. Y la elección del texto no había sido en absoluto ingenua. Kafka tenía claro que “En la colonia penitenciaria” sería tomado como un comentario de la actualidad y por eso le pareció apropiado leerlo en el marco de la velada literaria de Goltz. Estaba conscientemente poniendo al público a prueba, al tiempo que se estaba poniendo a prueba a sí mismo como escritor.
Sea como fuere, de la experiencia de lectura en Munich, Kafka valoró especialmente el hecho de haber sido invitado y recibido exclusivamente como escritor, lo que le permitió un momentáneo y saludable olvido de todos los otros roles sociales que se veía exigido de cumplir en su vida cotidiana y que tanta mala sangre le causaban. El hecho de leer su relato ante un público compuesto, en su mayoría, por desconocidos, tuvo como efecto su auto-reafirmación como escritor. A los pocos días de regresar a Praga salió en busca de un apartamento para él solo.
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Este artículo lo publiqué por primera vez en 2016.
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La información sobre Kafka se encuentra en Reiner Stach, “Kafka. The years of insight”, Princeton University Press, 2015, cap. 6.