Partiendo de que el Siglo XX enjuició ideológicamente de una manera específica el temido pasaje de la juventud a la vejez (tal como desarrollé en mi entrada anterior), analizaré aquí dos obras de Onetti que resultan paradigmáticas: Bienvenido, Bob y El pozo.
Me explayaré también, en el orden de la digresión, por algunas aristas ideológicas adyacentes al prejuicio de la edad. Por ejemplo, el tópico de la mujer en tanto ser degenerado o monstruoso que se forma a partir de la muchacha y el supuesto papel que cumple en la reproducción de la sociedad, mismo que coadyuvaría a la pérdida del paraíso juvenil. Intentaré expresar tanto mi enojo como dar curso al placer de reírse de la estupidez machista, más acá del debido reconocimiento por esta figura central de la literatura uruguaya que Onetti innegablemente es.
Maldito devenir Roberto
Bienvenido, Bob (1944), uno de los más justamente famosos textos de Onetti, es un diálogo –interior- entre el narrador y un hombre llamado Roberto, de joven conocido como Bob. La ironía y el sarcasmo se conjugan en este cuento del mejor estilo onettiano.
La anécdota, simple, permite el despliegue de una compleja tonalidad de sensaciones e ideas, prejuicios y miedos. El narrador estuvo de novio con la hermana de Bob, Inés, y no pudo casarse con ella por la interposición de éste. Bob enrostra al narrador, como síntesis de todos sus defectos y vicios, el hecho de ser viejo, al contrario de Inés. Años después ambos hombres se reencuentran siendo adultos. Ya en sus treinta años, a Bob lo llaman Roberto. La venganza del narrador pasa por constatar, en su fuero interno, cómo el otro ha perdido el divino tesoro de la juventud. Cabe sospechar que lo que profundamente aborrece es la pérdida de su propia juventud, algo que asimila con perder la vida aunque se siga respirando.
Jóvenes contra viejos
Los atributos que en el texto definen a la juventud son pocos: pureza, audacia para soñar con convicción, es decir: desear con el objetivo de realizar y la imposibilidad de mentir. Dan cuenta de una postura existencial. No refieren a cualidades físicas.
De acuerdo con el texto, a la pureza juvenil la vejez opone cierta suciedad: ser “sensual de una manera sucia”, tener los “dedos sucios de tabaco”, trabajar en una “hedionda oficina”, andar “emporcado siempre”. En síntesis, estar “hundido en la sucia vida de los hombres”. En vez de proyectos de futuro operando cual motor, permanecer “atado a cosas miserables que (...) arrastran”. En contraposición a la vida auténtica y honesta del joven, el cinismo de adaptarse a “una vida grotesca”, surcada por un trabajo burocrático y el matrimonio “con una gorda mujer a quien nombra ‘mi señora’”. El deseo del viejo no es lo suficientemente fuerte: “No va a ninguna parte, no lo desea realmente”.
Toda ideología, incluyendo la de la edad, implica una concepción previa a la experiencia particular, un prejuicio. Algunos prejuicios toman su coloración en la mezcla con otros. En Bienvenido, Bob la nota miserable del hombre casado es dada por la gordura de la esposa. El trabajo alienante es simbolizado por la oficina, antro que metafóricamente destila un tufo a carne humana en descomposición.
Si estos prejuicios son fácilmente identificables hoy, es porque ya no formamos parte de aquel mundo que los naturalizaba. Los desfiles de moda XL responden no solo a la realidad sino también a una estética aceptada. Ante la creciente ocupación virtual a que empuja el teletrabajo, compartir el ámbito de una oficina puede ser una experiencia deseada –acaso el co-working constituya un ejemplo-.
Vejez temible infierno
Yendo al hardcore de lo que en este cuento se abomina respecto de la vejez, el Bob “rabiosamente joven” espeta al narrador: “No sé si usted tiene treinta o cuarenta años, no importa. Pero usted es un hombre hecho, es decir deshecho, como todos los hombres a su edad cuando no son extraordinarios.” ¡Uy! Según esto, la mayor parte de la vida, no valdría la pena vivirla… Especialmente en un país de longevos como el nuestro –al menos antes del coronavirus-.
Pero, ¿qué es lo que convierte a un hombre hecho en acabado? Lo que para Bob “determinaba la descomposición (…) era pensar por conceptos, englobar a las mujeres en la palabra mujer, empujarlas sin cuidado para que pudieran amoldarse al concepto hecho por una pobre experiencia (…) costumbres y repeticiones, nombres marchitos para ir poniendo a las cosas”. Solo los inmaduros, los genios y los locos podrían encontrar salvación. El pensamiento conceptualizador, la lógica común, llevaría necesariamente a la adaptación social en tanto rutina mortificante. Siendo el trabajo y el matrimonio dos de las principales formas de sujeción.
En estos parámetros, el joven se rebela ante la vida adulta todo lo que puede, pero ella termina por imponerse, fagocitándolo. Dicha fagocitación se produciría de forma básicamente inconsciente. En el final del relato Roberto “queda en paz en medio de sus treinta años, moviéndose sin disgusto ni tropiezo entre los cadáveres pavorosos de las antiguas ambiciones, las formas repulsivas de los sueños que se fueron gastando bajo la presión distraída y constante de tantos miles de pies inevitables.”
Roberto responde al antiguo estereotipo del clasemediero uruguayo, que envejece calentando su silla en la oficina, alerta de que sus compañeros no le serruchen el piso, sin arriesgar en ninguna apuesta que le resulte auténtica, pues hay que ahorrar para la vejez y asegurarse el empleo, especialmente si público, conservarlo aunque lo enferme. Necesidad que se presenta con todo el peso de la evidencia, en un país con bajísima movilidad laboral. (Tema tan uruguayo, que Benedetti pudo convertir en hit, Poemas de la oficina (1956) y La tregua (1960).)
Una y el carnicero
En El pozo (1939), la nouvelle que inaugura la escritura de Onetti, Eladio lamenta la muerte de su amor con Cecilia. “Y Cecilia, que puede distinguir los diversos tipos de carne de vaca y discutir seriamente con el carnicero cuando la engaña; ¿tiene algo que ver con aquello que la hacía viajar en el ferrocarril con lentes oscuros, todos los días, poco tiempo antes de que nos casáramos, ‘porque nadie debía ver los ojos que me habían visto desnudo’?”. Dejemos pasar la moralina que exuda este velo.
En lo personal, debo a Onetti buena parte de mi incapacidad para discutir con el carnicero, el verdulero, el vendedor de pescado e incluso el empleado que corta fiambres en el supermercado. Mi inhibición me vuelve cómplice de la neo-realidad del consumidor como víctima del sistema productivo. Especialmente en las grandes superficies, donde la ausencia directa del patrón enfrenta a los trabajadores con los clientes. Experiencia cotidiana de intenso sufrimiento en estos sitios del planeta donde los derechos del consumidor no son debidamente respetados. Pero esta es otra cuestión, en cuyo eventual desarrollo quisiera incluir mi novela Calidad bajo sospecha (2008).
En lo que a mí concierne, abstenerme de discutir con los proveedores, ceder, entregarme pasivamente al mal consumo, no me ha vuelto ni más joven ni más feliz; antes bien lo contrario. Y a mi marido no le parece una buena idea que me reprima de ir a tirarles los boniatos podridos, ajos resecos y fetas de jamón desintegradas. Por otra parte, si la juventud fuera incompatible con el trabajo, y en particular con la labor doméstica, las clases trabajadoras nacerían viejas. Y el amor que depende de la juventud puede considerarse, en el mejor de los casos, una especie particular en el denso tejido del querer.
No dejo de leer a Onetti, es uno de los escritores a los que periódicamente vuelvo. Sí puedo discutir –y aquí discuto- estas cuestiones en tanto ciudadana del Siglo XXI. Hoy el límite de la vejez se ha empujado lejos, hasta la última frontera donde la ciencia todavía no llega, la corrupción material y sus consecuencias. Véase por ejemplo la reciente película “The father”, en la que Anthony Hopkins experimenta la caída en la demencia, a partir de la cual las palabras cuentan poco y nada, porque justamente ella consiste en perderlas. El fantasma de la vejez, más allá de la oficina o la carnicería, está en el naufragio general del yo.
Empozarse
En El pozo el fin de la juventud coincide causalmente con el fin del amor. “El amor es maravilloso y absurdo e, incomprensible, visita a cualquier clase de almas. Pero la gente absurda y maravillosa no abunda; y las que lo son, es por poco tiempo, en la primera juventud. Después comienzan a aceptar y se pierden.”
Omitiendo varias boutades respecto de la inteligencia de las mujeres y su incapacidad para el gran arte, retomo la afirmación de que a los veinte o veinticinco años “el espíritu de las muchachas muere (…) terminan siendo todas iguales, con un sentido práctico hediondo, con sus necesidades materiales y un deseo ciego y oscuro de parir un hijo.”
En estos textos, el sentido práctico huele mal, así en el hogar como en la oficina. Querer reproducir la existencia resulta moralmente condenable. La maternidad, un deseo ignominioso para esta sensibilidad existencialista-tanguera o borgeana, del horror a los espejos tanto como a la cópula, pues reproducen el ser. Equiparando el ser al establishment.
Llevando el planteo al extremo tragicómico, y provocador, de que “si uno se casa con una muchacha y un día se despierta al lado de una mujer, es posible que comprenda, sin asco, el alma de los violadores de niñas y el cariño baboso de los viejos que esperan con chocolatines en las esquinas de los liceos.” La coercitividad léxica de la corrección política es un fenómeno reciente. Provocar, cuestionar, desafiar los valores, es propio de jóvenes. El narrador de El pozo se revuelve por conservar la juventud que va perdiendo.-
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Bienvenido, Bob en la voz de Onetti